“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

jueves, 25 de marzo de 2010

Sentada en la nube

Empezó a correrlo, se le iba. Estaba bastante lejos y apurado.
El agua serena, calma, indiferente, como si no quisiera estar ahí, lo distraía, naranja, marrón y, recién después, antes de horizonte, se hacía muy azul o verde. Le sonrojaba la idea de tomarse todo el agua del río, ¿cómo sería? Habrá millones y millones, llegarán hasta el centro de la tierra, se preguntaba, cuántos años se tardará en contar todos los copos de arena. Desde acá no se diferencian, parecen todo uno, que va cambiando velozmente de color y consistencia. Se ve como cuando anda en bicicleta, siempre a la misma distancia. Seguía corriendo fuerte y la arena que fue negra, amarilla, cada vez era más blanca y fría.

A medida que corría se alejaba, por rotación creo, y él parecía que entraba cual moneda de oro en ranura de alcancía. Un niño sentado con las piernas estiradas en la arena lo siguió con sus ojos redondos, gigantes, cuanto estuvo a su alcance. Con una palita en la mano, la madre le decía algo mientras él movía el chupete entre los finos labios, preguntándole a él si sabía que los reyes magos saben que sabemos que no existen. Le contestó que no y el niño le dijo algo así como que detestaba que su madre (dijo “madre”) use el diminutivo todo el tiempo. Quedate a charlar un rato, pero ya estaba a unos cien metros. Pensó que no había nubes pero vio una, justo sobre el crepúsculo. Rápido miró el resto del cielo, celeste como nunca. Estaba la luna echando al sol, engordándose de risa blanca. Por más que bajó la cabeza, volvió a la arena, a las ramas traídas por la mar, a las incontables huellas; por más que sus ojos mostraban la concentración que se necesita para imaginarse todas las historias posibles que envuelve ese mundo cada vez más blando a sus pies; y por más que su mirada se fijase en algunas piedras u ostras de colores inverosímiles, su cabeza seguía en el cielo. En lo raro de aquella nube.
Sentada con las piernas cruzadas, con pantalones azules, gastados, casi blancos en las rodillas. Ahí arriba, sí, sentada, pensando quizás en cuándo se iba a decidir a mirarla o, ya teniendo esa certeza, con la cabeza en otro lado. Pero mirándolo, siempre y fijo. Apurada, radiante, algo molesta, se la veía cómoda, pero queriendo algo más. Casi no se movía, le sentaba muy bien la pose pero más aún la nube sosteniéndola flotar. Estaba riéndose como si ese gesto se le despertara al verlo moverse o hablar solo, parada al lado de la cama o de pensarse riéndose por verlo desde ahí, señalándole otra nube, una más grande, más arriba.
Y él entre sueño y vigilia. En ese momento en que se sigue durmiendo pero que ya se es conciente de que se está en un sueño. Viéndose a sí mismo corriendo en la playa o durmiendo en la cama, como en tercera persona, diciéndose (no sé si en voz alta o no), por un lado que no quiere despertar y, por el otro, asombrado, divertido, viéndola, qué hacés sentada ahí arriba.
Con esa sonrisa que brota cuando lo inesperado, la siguió mirando, pero de reojo. Seguía igual de iluminada por más que allí abajo estaba cada vez más oscuro. Movía en traslados cortos y veloces el pie de la pierna que cruzaba por enzima de la otra, mirándolo, claro, ¿y?, con las cejas levantadas y las dos manos en una rodilla.
Habrá seguido ahí por un rato más o una eternidad, pero el sol ya se le había escapado, o despertó, y no la vio más.