“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

sábado, 27 de junio de 2009

Esa mañana en el barrio

A mi vecina Teresa y,
con ella, a todos los que alguna
vez pasaron por Catalinas.

Un nuevo día en Catalinas y el verde, hoy también, predomina en el barrio. Los árboles, el pasto, las plantas, brillan más con el sol radiante de sábado por la mañana. Salen algunos, vuelven otros.
Yo volvía de una noche que por tan larga se hizo día y ella se estaba yendo. Nos quedamos hablando -de temas de ascensor- en el pasillo. Después de un tiempo de conversar y de escuchar quejas de vecinos, decidimos cerrar la puerta de ascensor y hablar más tranquilos. Nos paramos al lado del ventanal del pasillo y Teresa me empezó a decir los nombres de los árboles del jardín: tilos, ceibos, jacarandaes, palos borrachos. Siempre encontraba tema de qué hablar y ese día me encontró con ganas de escuchar. Me describía las características de cada árbol, que desde un quinto piso se distinguen bien. Se quedó con ganas de describirme alguno más, me agarró de la mano y me llevó lento pero con ganas hacia el otro extremo del pasillo. Me mostró varios más, que desde la otra ventana no podíamos ver. “¿Ves ese? Es el más alto del barrio, llega hasta el décimo”. Yo casi no hablo. Ella habla mucho, repite las cosas varias veces. Luego, se queda en silencio un tiempo, como hablando por los ojos, mirándome fijo, esperando algo qué no supe darle o contestarle. “Vamos a tomar unos mates a casa”, me dice.
Vive en el departamento tres. Abre la puerta, cuelga la boina y apoya el bastón. “Esperame acá, pibe”. La veo irse para adentro, poner la pava en el fuego. Me quedo mirando su oscuro departamento. Las persianas están semiabiertas y rotas, por eso algo se ve. Las paredes llenas de cuadros –no reconocía ninguno-, en el piso esculturas, un plástico blanco desplegado, manchado con distintos colores, y más cuadros apilados en un rincón. Hay una calavera. Un placar, una mesa y tres sillas haciendo juego. Dos floreros sin flores pero con agua sucia, uno sobre la mesa y el otro sobre el placar, entre la calavera y un jarrón de cerámica blanco. Al lado del perchero dos retratos muy viejos, en blanco y negro -“de la década del veinte”, pienso yo-, entre marcos dorados. Uno, con unas diez personas posando, y el otro, una mujer y un muchacho, ambos jóvenes y prolijos. Luego me contaría que esa era su familia –con tíos, primos y abuelos-, y la pareja del orto retrato sus padres. El papá fue un genovés llegado en 1906, instalado en La Boca. Trabajó desde entonces y hasta su muerte en una pulpería –a metros de Necochea y Suárez- que después de mucho esfuerzo compraría. En el barrio conoce a la que luego sería su mujer y madre de Teresa. Viven los tres en un conventillo de la calle Olavarría hasta que muere él y la mamá de Teresa decide vender la pulpería. Luego de varios años de “malaria, sufrimiento y mucho trabajo” se ven beneficiadas, su mamá y ella, por un “plan habitacional que brindó el gobierno” y se mudan, en 1964, a un departamento de los nuevos edificios construidos en La Boca. Al poco tiempo de nacido el barrio Alfredo Palacios muere la madre de Teresa. “Porque en realidad se llama ‘Alfredo Palacios’ el barrio, en honor al gran diputado Socialista, no ‘Bajada de las Catalinas’ o ‘Punta de Santa Catalina’, como se lo llamaba antes, ni ‘Catalinas Sur’, como todos lo conocen ahora”.
Escucho una música, se asoma Teresa: “che, ¿te gusta el tango?”. Antes de que le pueda llegar a contestar vuelve a desaparecer, ahora con la música de fondo que se oía muy mal, entrecortada. Me rio y ya me siento cómodo. Empiezo a dar vueltas por el comedor.
-¿Te gusta ese, pibe? No sabés el trabajo que me costó hacerlo. Son unos chiquilines hamacándose ahí, en la Plaza Malvinas.
-Si, claro. Muy lindo señora.
-Decime Teresa, che. Somos vecinos, nos conocemos hace rato. ¿Vos hace mucho que vivís acá?
-De toda la vida.
-Ah, no hace tanto. Yo también. Mirá, una vez le escuché decir a Cortázar que las ciudades son como las mujeres, te enamoras para toda la vida. Lo mismo pienso yo, pero de los barrios, claro, en masculino. Nací acá y nunca me pude ir. Me alejé involuntariamente algunas veces, pero siempre estuve acá, siempre se vuelve al primer amor.
-Si, la verdad que es un barrio maravilloso. ¿Usted es artista Teresa? ¿Los cuadros son suyos?
Teresa se da vuelta y se va para adentro de nuevo. Aparece con la pava en la mano. “¿No querés ir a tomar mate a la plaza? Está hermoso el día”. Tímidamente digo que si y empiezo a deshacerme de la idea de volver a casa a dormir un rato, antes de almorzar.
El sábado, en Catalinas, es un día especial. Los gritos de los chicos en esta mañana no son camino al colegio. Tampoco se mezclan con los ruidos de mochilas/carrito arrastrándose por las baldosas relativamente nuevas, de la última campaña electoral, y ya muchas rotas y salpicantes en días de lluvia. Hoy hay campeonato en la canchita. Dos o tres chicos, con remeras mitad verde mitad negra, todas iguales pero con distinto número en la espalda, se juntan y van corriendo de un edificio a otro buscando compañeros, “si no llegamos a siete no nos podemos presentar”. Las chicas, más organizadas, se encuentran directamente en la canchita para disputar el torneo de hándbol.
Con mucho abrigo en esta mañana de invierno, los señores y las señoras del barrio salen de sus casas a hacer las compras. Esta vez en dirección contraria, los locales de Necocha -menos la panadería y el kiosco de diarios- no son tan concurridos: hoy hay feria en la Plaza Malvinas. La esquina de Caboto y Arzobispo Espinosa es copada por los carritos. Pescado, verdura, fruta, carne, ropa, artículos de limpieza. Se mezclan las compras, los chismes, los juegos y el parque. Y la Plaza con mástil pero sin bandera, con chicos y viejos paseándola, con bancos y caminos, con verdes pastos y rojos baldosas, con anfiteatro y frigorífico, con paz y autopista, es el fiel reflejo del barrio.
Con el termo y el mate en un brazo y la mano de Teresa reposada en el otro, caminamos, interrumpidos por los saludos de algunos, hacia la Plaza Malvinas. Teresa camina muy lento y me lleva por el camino más largo -pienso en las distintas maneras que hay de concebir el tiempo-, el que jamás yo tomaría para ir desde casa a la plaza. Mientras caminamos no hablamos, yo sin nada que decir y ella con frio, con cansancio o con ganas de hacerme prestar atención al barrio que tanto ando pero que poco veo. Cuando me percato de que despacio anda por la última de estas razones y ella se da cuenta de eso porque yo empiezo a mirar para todos lados, frena, se para en el lugar apretándome el brazo y respira hondo, con los ojos cerrados y la sonrisa extendida. Yo me siento como mirando el barrio desde el cielo. Oigo que Teresa me susurra algo, “fijate que perfección arquitectónica, el barrio nació de un concurso nacional de arquitectura para la vivienda social, en el cual participaron los mejores estudios de arquitectura de la Argentina de los años sesenta”. Entre edificios y canteros hay laberintos caminos –todo el que viene por primera vez se pierde-, calles sin autos. No se transita por la derecha obligatoriamente, no hay semáforos ni lomas de burro. El barrio por dentro es, en su totalidad, una senda peatonal. Pero hay que preocuparse -“maravillarse”, me corrige Teresa- por otras cosas. Bicicletas que van y vienen. Partidos frente a la escuela, en el paredón, y al lado de la iglesia. Escondidas multitudinarias. Orientales con carritos de supermercado. Viejos a paso lento. Jóvenes apurados. Perros y dueños -y en el medio correas-. Los desechos de ambos. Sus aromas y otros a comidas de delíveris o de ventanas de planta baja o primeros pisos. Boys and girls scouts y otros y otras de civil. El sonido de campanas, bocinas de tren o barcos y de pájaros o perros.
El Casino flotante, a tanto y tan poco, que ancló frente al barrio para conocerlo y se quedó por enamorado, se asoma por sobre la autopista Buenos Aires-La Plata y nos ve sentarnos en uno de los bancos de la plaza. Teresa me empezó a hablar sobre los artistas que vivieron en el barrio, sobre las discusiones sobre si Catalinas es un barrio o es un microbarrio dentro de La Boca, sobre los comercios más conocidos de Catalinas y sus historias. Charly, el Super Tang -antes de que lo fuera-, el Comunitario, Montesino, La Perlita, Pizza Nonna, el frigorífico Pampa, etcétera. Es impresionante lo que sabe Teresa sobre el barrio. Pero de lo que más sabe, además de pintura, claro, es de arquitectura. Ya de grande, hace unos años, pudo hacer la carrera en la Universidad de Buenos Aires y, aunque nunca la ejerció como profesión, se interesa mucho en investigar sobre las particularidades arquitectónicas. Si me preguntaran a mí sobre qué sería lo más revelador en cuanto al diseño y la arquitectura del barrio, yo diría que las calles peatonales y los edificios de colores son lo más característico de Catalinas Sur. Y explicaría que hay edificios que están solos, los de once pisos y que, otros, los de diez, se agrupan de a cuatro, dejando entre ellos el espacio justo para jardines rodeados de caminitos. Que son todos de distintos colores, con bandas de colores entre piso y piso, tienen persianas de color madera o blancas. Están subdivididos, cada uno, en dos cuerpos, en el medio ventanales y escaleras suben y bajan acompañando a dos ascensores. Hay varias plazas, además de la Plaza Malvinas, pero ninguna como ésta. En toda una manzana hay edificios de la prefectura, son torres también, pero de distinto diseño. Por las calles, entre los edificios, hay “casitas”: menos de una decena de dúplex en horizontal, una al lado de la otra, con patio y jardín. Teresa se ríe. Se asegura de que yo haya terminado y, en silencio, sigue sonriendo mientras se muerde el labio inferior y mira para todos lados. Ella me explica que la Escuela Carlos Della Penna y la Iglesia Nuestra Señora Madre de los Emigrantes fueron separadas del plano inicial del barrio y se licitaron como obras aparte. Que el ganador de este concurso privado fue el arquitecto Juan Manuel Borthagaray, quien creó estos modernos edificios. Que ésta Plaza Malvinas pasó por las mesas de diseño más importantes de aquel momento, que sus taludes no sólo resguardan a los más chicos de las calles que la rodean sino que también filtran el sonido de los coches que por ellas transitan. Luego hace una pausa y se levanta. Hace frío, ya es tiempo de volver.
Así fue, volvimos a casa con el mismo apuro pausado con el que fuimos a la plaza. Llegamos hasta el quinto en el ascensor. Yo la despedí diciendo no sé qué cosa y ella me miró a los ojos sonriéndome –como siempre-, con una mano reposada en mi mejilla, “esperame acá un segundo”. Fue a su casa y volvió con un cuadro en la mano. Hoy tengo en la pared un cuadro firmado por su autora, la enorme Teresa Pinto. Mañana, domingo. Seguro hay pastas -del Tío Ravioli, por supuesto- al mediodía y función del Grupo de Teatro en el anfiteatro de la plaza a la noche, con choriceada, claro.

martes, 23 de junio de 2009

A causa de una muerte

Todo tenía un sentido fundador. Mi padre tenía un sólo traje y dos corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un pedazo de queso como postre. Cuando cumplió cuarenta años se encontró con la muerte. Quién se hubiera imaginado que esa muerte y mi añoranza del padre que no tuve hayan sido por un poco de queso o por una muerte. Pero así fue, por lo menos para mí. Nunca se supo muy bien lo que ocurrió aquella noche. De todo lo que se investigó y se dijo, lo que yo creo que pasó es que mi padre, una vez más, se dejó llevar por esa extraña y extrema tentación. Estuvo caminando largo rato de vuelta a su casa, en uno de esos días de los cansadores. Al pasar por el bar de la esquina, con esas mesas tan seductoras en la vereda, alguna picada le llamó la atención. Se acercó cordialmente, “señor, ¿le molesta si me como un pedazo de queso? Entiéndame, es mi debilidad. Vengo de trabajar todo el día, tengo que mantener a mi familia, no puedo comprarlo”. Luego de unos eternos segundos en silencio, el señor de la mesa le dijo: “si no puede pagarlo váyase, linyera inmundo”. Mi padre soportaba muchas cosas, había padecido varias injusticias, era una solitaria buena persona, pero había dos cosas que lo transformaban completamente. El queso, tema que lo llevo a separarse de mi madre, aunque, convengamos, nunca estuvieron del todo juntos, unidos (cosas de adultos). Y que hablen mal de su aspecto. Siempre estaba peinado, con la ropa lo más limpia posible, con los zapatos lustrados y la barba recortada. Ahora que lo pienso, no creo haberlo visto despeinado en mi vida, aunque lo haya visto muy poco. “Vagabundo asqueroso” o “linyera inmundo”, que más da. Mi padre se aguantó en silencio semejante insulto. Eso si, manoteó un pedazo de queso y entró a caminar ligero. A los pocos pasos y sin palabras previas, el otro señor le disparó un tiro en la espalda. No habrá podido tener tiempo para poner las manos al caer, de ahí su rostro todo raspado, pero si para, una vez en el suelo, sacar su revólver y acertarle en la cabeza con el disparo. Cuando llegó la ambulancia no había nadie al lado de mi padre, como ya hace mucho tiempo. No estaba ni el otro cuerpo, que ya había sido trasladado muerto al hospital en algún auto de algún amigo. Los médicos lo encontraron en el suelo, con la mano cerrada, apretando con fuerza el pedazo de queso.
La muerte no llega por nada, hay algo, quizás muchas cosas, que la causan. Mi padre creía que esa ley con él no se cumpliría, se decía inmune a todo. Eso era de lo poco que mi madre nos contaba de él. Nunca estuvo en cama mi padre. Las veces que estuvo en un hospital fueron por su propia voluntad, contando las que iba de visitas y las de revisiones anuales que confirmaban su teoría. Ésta era la primera vez. Claro, ya inconsciente lo subieron a la ambulancia, no tenía mucha opción. En el hospital estuvo un tiempo consciente y, como pocas veces en su vida, con gente alrededor. Quizás en su nacimiento o en mis primeros dos años de vida, hasta que nació mi hermana, tuvo gente que lo quisiera en su proximidad. Nosotros, con mi hermana, lo quisimos pero vivimos influenciados por mi madre que, después de aquel episodio del queso hace ya trece años, no volvió a ver a mi padre y se ocupó de hablar mal de él cada vez que pudo.
“Hijo, no es por el disparo que agonizo. La herida no me duele ni un poco, no la siento. El corazón me está funcionando distinto, no creo que ande mal de salud, debe estar triste porque estoy por morir. No sé porque muero, creía que no iba a haber una causa para mi muerte. Estaba seguro de que no habría una causa, me lo leyó en la borra del café. Pero ahora creo que es por aquella vida que maté. Por las dudas, no lo traten de averiguar”. Ese fue el único secreto que mi padre me contó al oído. Esas fueron sus últimas palabras. Nadie lo entendió ni en su último deseo. Los que a la ciencia adoran aseguraban que los resultados medicinales habían diagnosticado muerte. Los religiosos decían que Dios necesitaba ángeles en el cielo. Mi hermana me lloraba el hombro mientras que, hablando entrecortado, le echaba la culpa a nuestra madre por no haber venido a verlo ni siquiera en sus últimas horas en el hospital. A mi madre, claro, le parece que la causa fue aquel pedazo de queso.
Muy solo murió mi padre, sólo tenía un traje y dos corbatas. Sólo cuarenta años, solo. Todos dirán que por esta bala moriré. Yo tampoco creo que haya una causa, pero, si la hay, es por la muerte de mi padre o por aquel otro pedazo de queso, que es lo mismo. Recién ahora, y aunque siga influenciado por mi madre, aunque nunca me haya dejado probar queso alguno, me doy cuenta qué tan parecido que soy con mi padre. Por una muerte él murió, por su muerte yo muero.


Por Mano

jueves, 11 de junio de 2009

Flor elegida

Iba caminando hacia la escuela. Hacía mucho frío porque el sol aún no había salido. Era el peor momento para caminar tanto, aunque seguro había sido una de esas noches fantásticas, llenas de estrellas; aunque prometía ser un día de los tantos en los que el sol, desde que asoma hasta que se esconde, brilla fuerte y calienta todo lo que la sombra no se adueña. Pero ese momento del medio, entre una cosa y la otra, era muy doloroso. Corren los últimos días de abril. El frío, el viento, los ruidos y ella caminando cabizbaja hasta el pueblo, hasta la escuela, cantando una canción para adentro, una que le enseño su abuela, una que le abriga el corazón.
Por fin llega y ocupa el lugar que quedó vacío. No mira a nadie, no habla con nadie. Y eso que su gente la llama, medio en broma, medio en serio, “wamla mana upaallay-chu” (niña que no calla). Pero en la escuela pega un labio con el otro, clava la mirada en el cuaderno y dibuja coloridas flores. De campanazo a campanazo con los lápices arrastrándose por las hojas. Todo tipo de flores y de colores. Se inspira con los colores de las montañas y las flores las copia de jardines que nadie conoce, con flores que nunca nadie vio. En la escuela no le prestan atención a esas obras de arte. Cuando en su casa le preguntan dice que son flores que estaban hace muchos años atrás, que se fueron muriendo o escapando a algún lugar. La abuela, con más arrugas que años, sonríe. Ella cuenta la historia de alguna flor, termina y canta alguna canción mientras corre y baila. Una vez que empieza se hace difícil que termine.
Todo lo contrario en el aula. Casi ni gesticula, apenas pestañea. Sólo levanta la cabeza cuando, una vez al día, escucha “Alicia”, la maestra asiste con la mirada y mueve rápidamente su lápiz: presente. Para los demás está sólo cuando la rutinaria tomada de lista llega al último nombre. Pudo conservar su apellido en la escuela: Wakaslla, aunque no su nombre original, Akllasisa, ya que la directora lo cambió “para que la niña se pueda insertar más fácilmente” por uno que, en español, suena parecido. Ahora nadie, sólo la maestra alguna que otra vez, le dice Alicia.
Nadie la mira. Alguno que otro la empuja o la pisa cuando pasa corriendo. Ella no dice nada, ni cuando, muy de vez en cuando, la maestra le pregunta algo. Lo preocupante no es sólo que nadie la haya escuchado hablar sino que por eso piensen que es muda. Esto fue lo que motivó a la maestra, preocupada, en su rol de segunda mamá, a hablar con la directora. Llamaron a la madre para explicar esta situación: “mi hija sólo habla quechua, nuestra lengua materna”.

Incomunica a dos

No fue de un día para otro. Tampoco estaba convencido, pero quería que el resto de su vida no sea como este triste presente. Aunque con mucho miedo, buscaba un cambio, algún camino que lo condujese no importa donde, pero lejos de las situaciones que vivía diariamente. De esa rutina que se alimentaba de la cada vez mayor indiferencia. Pero los cambios, a medida que iba viviendo y conviviendo, se hacían más y más difíciles. Cada vez más decisiones, más responsabilidades, más compromisos, lo hacían entrar en una vida que, cuanto más cuenta se daba que no era la suya, más le costaba escaparle.
Claro, hace tiempo que estaban mal, muy mal, y cada vez peor. Cada uno creía que el otro no se daba cuenta de lo desgastada que estaba la relación y seguían. Algo seguían. Para no herirse seguían, seguían hiriéndose. Eran siete años de levantaste por la mañana y tener al otro al lado, cada vez más lejos. No era una decisión fácil para ninguno de los dos. Ella ya se había acostumbrado, lo naturalizó mucho más que él, que lo padecía todos los días y trataba de no hablarle, de no verla, con tal de no sufrir y así sufría más. A eso también ella se acostumbro y así seguían. Indiferentemente unidos.
Así cotidianamente. No se celaban, se puede decir que a ninguno le interesaba lo que hacía o dejaba de hacer el otro. Se querían, sí, claro, sino no hubiesen seguido. ¿Seguían? Pero uno por buscar en una salida (o entrada infinita) cobarde y la otra por naturalizar un problema no viéndolo como tal, seguían así, queriéndose y lastimándose. No queriendo estar y siguiendo, siempre siguiendo. Siguiendo sin querer estar. Estando juntos pero sintiendo que el otro no estaba.
Hola. Chau. Algún que otro ¿cómo estás? de compromiso. No más que un ¿querés un café? Hasta había veces que a alguno se le escapaba un ¡qué lindo/a estás! medio timidón, y el otro devolvía una mirada como sabiendo que lo decía sin mirar, sin importarle. Se querían, hasta se lo decían, pero ya eran palabras sin-sentido.
Hubo un tiempo en que verse con sus amigo era un gran problema para los dos. Claro, compartían amigos. Todos los notaban raros y ellos hacían lo imposible por simular estar bien. Esos malos momentos se curaron con el tiempo, luego los dos tuvieron sus propios amigos a los que veían sin el otro al lado y vaya uno a saber de lo que hablaban en esas reuniones, de lo que contaban el uno del otro. Ellos no lo saben, lo creen saber, lo sospechan, lo piensan, lo intuyen, pero no lo saben. Quizás por eso siguen. No saben que piensa el otro.
Los dos tenían miedo. Tenían miedos. Él sabía que el miedo es un sentimiento que nos brota cuando no sabemos qué es lo que va a pasar, pero nos imaginamos las posibles resoluciones. Cuando pensamos que, entre algunas de las cosas que pueden suceder, está la que no nos gustaría que pase. Pero es fundamental el hecho de que por nuestra cabeza se pase aquello de que pueda pasar eso que no nos gustaría que pase para tener miedo, sino no tenemos miedo. Es futuro el miedo, un futuro en el presente, se sufre en el presente. También es necesario, positivo. Sin miedo haríamos cosas como cruzar las calles sin mirar o meternos a nadar con tiburones. Pero no es este tipo de miedos el que él sentía a la hora de enfrentar su problema. Su miedo era hacerla sufrir. Miedo a la soledad, quizás. Miedo a lo desconocido, al cambio. Eso y la reacción de ella ante este cambio.
Un día, sin planearlo, se vieron sentados uno enfrente del otro. Él sabía que era el momento de plantear el problema. Por eso estaba nervioso. Miraba para todos lados, tosía, se rascaba la cabeza. Con la frente mojada pensaba en qué difícil que era ponerse a hablar con la mujer que convivía hace más de siete años. No sabía qué decirle ni cómo hablar. Pero, después de haberlo reflexionado tanto, estaba decidido. Había que terminar con esta falsa relación. Aunque para eso debía hacer algo que
nunca había hecho. Tenía que hablar con ella. Sin hablar podían seguir la convivencia, pero no terminarla. Pensó “a veces hay que hacer cosas que no se quieren para conseguir algo que se desea con más fuerzas”. Otra vez el miedo. Quizás a no saber como iba a reaccionar ella, quizás a no saber si iba a poder explicar su situación. Ya basta. Después de varios minutos en esa tensión, juntó coraje. Pero cuando, en un gesto, despegó los labios, abrió levemente la boca, levantó la mirada y las cejas, ella interrumpió. “Mi amor, yo también quiero que sigamos juntos”.

Por Mano

Juego de mesa

Sentí que alguien me agarró fuerte del brazo. Me entró violentamente a un lugar raro. Era un cuarto con muy poca luz, una sola ventana chiquita dejaba entrar la poca luz que la luna brindaba. Eran confusos los rasgos de su cara. Nunca antes había visto ese rostro. Me sentó bruscamente, me miró a los ojos un buen rato. Me hizo algunas preguntas que no recuerdo y luego comenzó a enseñarme un juego.
En una pequeña mesa de madera había un tablero de cartón sin muchos colores y varias fichas del mismo tamaño pero diferente color desparramadas por encima. El juego era algo tradicional, estricto (creo que obligatorio, “todo niño que pase por aquí deberá jugar”) y alentaba mucho a la competencia. Una serie de participantes, no importa su origen ni características personales (las reglas son las mismas para todos), comenzaban en el casillero cero. A medida que se iban contestando preguntas correctamente se iba avanzando. Por contestar mal, hacer trampa o desobedecer las reglas del juego había distintos castigos. La metodología del juego era incuestionable. Uno pregunta y los demás, según el turno, responden. Las afirmaciones no se someten a discusión: sí son correctas el jugador avanza, sí son incorrectas se le designa la pena correspondiente. Esa es la única expresión e intervención posible de los jugadores y, entre ellos, no hay más relación que la que la competencia promueve al beneficiar sólo al que llega primero. Para esto sólo es posible un camino ya dibujado, quien mejor se adapte podrá recorrerlo con más velocidad. No es problema del juego el que no se adapten algunos jugadores, estos últimos serán expulsados y el juego continuará para los que sí supieron adaptarse.
Me levanté transpirando, con más nervios que con los que me había dormido, para ir a mi primer día de clases.


Por Mano

lunes, 8 de junio de 2009

Indicios


Un hombre mira por la ventana de su departamento y ve que, por más que haya un sol radiante, todo el mundo anda con campera. Se abriga y sale de su casa.
Va por primera vez a comprar la fruta y la verdura a la feria de la esquina de su casa. Hasta hoy, siempre había comprado en la verdulería que queda tres cuadras más allá, sólo porque se lleva bien con el verdulero, por costumbre, por miedo al cambio. Pero el fin de semana fue a cenar a la casa de un amigo porque era el cumpleaños de la novia. Allí comió una exquisita parrillada de verduras, y el amigo le contó que las verduras que él comía eran de aquella feria de la esquina.
Caminando por la vereda se encuentra con un cartel que dice “cemento fresco”, camina unos metros por la calle y vuelve a subir a la vereda. Frena en la esquina. Mira que el semáforo se pone en verde para los que van a cruzar, vuelve su vista al suelo y cruza.
Al llegar a la feria, desorientado, se encuentra con que hay muchos puestos que venden verduras. Frena y observa cada uno de los puestos. Decide optar por aquel que tenia más gente esperando por comprar. Piensa, “si hay mucha gente debe ser el mejor” y se pone en la cola. Cuando estaba llegando percibió que el que está ahora delante suyo en la fila había agarrado un número antes de ubicarse de tras del resto, y lo copió. Ya en la cola está inseguro, pues no sabe si aquel puesto es donde compra su amigo. Había sacado el número 47, pregunta a una señora por qué número iban. La señora tarda en contestar, ya que le ve cara de “sospechoso”, teme que le robe, pero le contesta “por el 28”. Agradece y por dentro estima unos 35 minutos de espera.
Mientras esperaba su turno pensaba en lo bien que le iba a la feria, todo el tiempo había gente entrando y saliendo. De repente interrumpe su pensamiento la novia de su amigo, a la que no había visto, pero que había terminado de comprar en aquel puesto. Intercambian saludos y alguna que otra palabra sobre lo bien que la habían pasado en el cumpleaños. Se despiden y ella se va. Él, viéndola alejarse, se queda pensando en que efectivamente este era el puesto en el que compraba su amigo y en que a la novia le había gustado el reloj que le había regalado para su cumpleaños.


Por Mano