“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

miércoles, 29 de diciembre de 2010

truco

(Contar una historia como jugando un truco correntino implica tiempo, calor, algo para tomar y ganas de charlas y juegos apasionados. Hay muchos datos y reglas que se pasan por alto. Es muy fácil no entender muchas de las cosas que se dicen o hacen, pero muy difícil aburrirse si se comparten algunos pocos códigos necesarios. Contando y jugando se fusionan en la historia que pasó y vale la pena relatar. Porque tanto el truco como el cuento se nutren de fantasía. En ambos se juega y se cuenta. Es lindo hacerlos y mirarlos.)

I Osvaldo Setto está viendo jugar a sus amigos. A veces lo cansa más estar sentado, no moverse, que jugarse un partidito. Pero es terco, dice que está viejo, que ya no sirve para esas cosas. Lo dice con una sonrisa en la cara y no queda como esos viejos que lo único que les falta para estar muertos es la libreta de defunción y alegrarle la vida a los herederos. Mientras veía, Osvaldo, sostenía con una mano su bastón y con la otra el pocillo de café vacío, apoyado en la mesa que estaba al lado de su silla. Está cansado Osvaldo, pero no lo dice ni lo demuestra. Sonríe y escucha a un conocido que le habla mientras miran el partido. Tiene ganas de estar en su casa, recostado, mirando alguna película o leyendo un libro. Pero está ahí y no se arrepiente. Alterna la mirada entre los gruesos vidrios de los anteojos del viejo que está al lado y le habla y la mesa de billar. El otro lo mira todo el tiempo, le cuenta de un viaje que hizo por Italia en 1953, sin parar de hablar ni siquiera para arrastrar con su mano el sudor en sus bigotes, y así peinarlos como-con-gomina. A Osvaldo le interesa la historia y lo escucha. No por eso deja de ver el partido, deporte que lo apasiona si es con amigos. Sus dos mejores amigos de toda la vida están jugando un partido hace más de cuarenta minutos. El calor es agobiante. Los jugadores a veces lo miran a Osvaldo y saben de sus ganas de irse, y también entienden su respeto por quedarse a verlos y escuchar al otro viejo que sigue contando lo hermosa que es Florencia. El partido no termina y Osvaldo se toma de un trago el vaso de soda que estaba en la mesa. Hace un comentario sobre las películas italianas de los cincuenta pero el otro viejo no lo escucha, porque nunca deja de hablar y habla más alto que Osvaldo. Termina el partido y se van todos, los siete que sentados y parados rodeaban la mesa de billar, a tomar un whisky a la barra. Osvaldo lo toma apurado, sin participar en ninguna de las dos o tres conversaciones que se inician. Pasaba por desapercibido hasta que se hizo un silencio con el ruido que provocó el vaso en la mesa y la silla corriéndose hacia atrás. Algunos notan que está mal aunque no perciben porqué. Otros no, y lo despiden amablemente.

Sale del billar y maldice el calor. La camisa, húmeda, se le pega a la panza. Ni una pizca de viento. Mucha gente de mal humor y un sol radiante que refleja en el cemento caliente. Osvaldo está caminando por la avenida Corrientes intentando descifrar qué pasa por la mente de los que por allí caminan. Hombres en camisa, pantalones largos y zapatos, con cara estática, imitando algún modelo de alguna marca de perfumes en la forma de poner la boca. Una anciana con una niña que grita sin parar. Un mimo al que nadie mira, que no se cansa de sonreír dos veces: con la boca dibujada y con la real. Miles de mujeres iguales, todas con vestidos que no llegan a las rodillas, que empiezan en los hombros, que se aferran a cada una de las ondulaciones corpóreas, que les quedan tan bien. Mujeres de las otras. Un hombre sin brazos ni fuerzas para levantar los párpados escuchando como, de ves en cuando, algún alma que se cree bondadosa le tira una moneda. Niños sin preocupaciones, algunos con helados otros con las ganas. Todo esto multiplicado por uno, dos, mil millones. Y entre tanto Osvaldo mirando, concentrado, tratando de entender algo de todo lo que ve. Camina lento Osvaldo. Avanza siempre con el pie derecho: hace fuerza con la pierna y mueve el zapato unos veinte centímetros, al ratito, y apoyando todo su cuerpo en el bastón, traslada el pie izquierdo la misma distancia. De todas maneras, está apurado. Y traspira. Decide no tomar ningún transporte, va caminando hasta su casa. Largas cuadras le esperan.

En uno de los pasos recuerda el último trago de whisky en la garganta. Se siente incómodo y no sabe por qué. Trata de olvidarse del calor, no puede pero se asegura que no es sólo eso, hay algo más. Mira la hora, la fecha, ningún compromiso: todo en orden. El malestar continúa. Comienza a pensar en la presión, hasta que recuerda haber tomado las pastillas por la mañana. Con una mano toca el bolsillo atrás del pantalón y corrobora que está la billetera. Los metros siguen y lo avergüenza sentirse tan mal y no saber a qué se debe.

Dos gotas de pis se desprenden de la punta del pito de Osvaldo. Sonríe y en el instante se preocupa por no pasar papelones en plena vía pública. No sería la primera vez que se tome un taxi, a las apuradas, para que lo vieran los menos posibles. Al levantar la mirada ve el cartel que, iluminado, le salva el momento de urgencia. Entra al local a gran velocidad, chocándose con las personas, sin pedir permisos ni disculpas, pensando sólo en baño. Baño. Qué palabra. Cada vez que la repetía en su pensamiento las ganas incrementaban. Por cómo suena la palabra y por lo que significa pensar y repetir tantas veces el nombre del lugar en donde se quiere estar: la ansiedad en el corazón y la imagen en la cabeza.

II Mario Cuniev entró al baño después de comerse dos porciones: una mozzarella y una fugaza rellena. Las comió parado, en el siempre-lleno-de-gente hall de la pizzería Guerrín, y las bajó con un vaso de cerveza bien fría. Las escaleras lo habían hecho transpirar mucho. Al entrar, se limpió las manos engrasadas y al vérselas recordó que no había terminado el trabajo que estaba haciendo en la mañana, que interrumpió para ir a comer. Las manos eran una de las pocas partes del cuerpo que Cuniev se veía constantemente, de día y de noche. Trabajando, en su casa, las veía apretar teclas grasosas o reposada en el mouse, la diestra. En los ratos libres, en su casa, también: bailando sobre el teclado o estáticas al borde del monitor. Como pasa tanto tiempo frente a la computadora, comenzó a reacondicionar su casa y su vida alrededor del escritorio. En el escritorio, además de la computadora con todos sus accesorios, están el teléfono, libros y revistas, una heladera pequeña, ropa, una almohada, un televisor, paquetes de galletitas, golosinas y alfajores (muchos sin terminar). En fin, todo lo que muchas personas suelen utilizar a diario.

Agitado, Cuni (como firma sus post’s, y de la manera en que lo reconoce toda la gente que “conoce”, menos su mamá y su tía que toda la vida le dijeron Marito) se sentó en la tabla de madera sin antes fijarse con qué limpiarse. Se llevó el pantalón hasta los tobillos, y aprovechó para bajarse las medias, porque sentía toda la ropa pegoteada. Con el jean se arrugó una revista que llevaba, sin acordarse cómo había llegado allí, en el bolsillo (del) trasero. Agarró la revista y la utilizó para abanicarse, mientras con la otra mano sacudía su gigante remera. Todo era viento (humedad y mal olor) dentro de ese cubículo de noventa por uno veinte. El calor empezó a menguar al tiempo que el aburrimiento se incrementaba, pero poco podía hacer porque las porciones de pizza (o la cantidad de chocolates y chizitos que había comido la noche anterior) lo obligaban a quedarse sentado donde estaba. Comenzó la revista. Era mala, lo sabía, pero no paraba de reírse leyéndola. Optó dejarla, tirándola al piso, porque supo que pronto la mancharía con los restos de lo que fuera que haya salido por su orificio anal. El calor volvió, intenso. Rápidamente se distrajo con las anotaciones que encontró en la puerta y paredes que lo rodeaban. Frases de lo más audaces, alusiones pelotudas (que, según interpretaba Cuni, de tan vacías emanaban complejos sentidos), conversaciones incoherentemente serias, dibujos y mamarrachos de diversos colores, símbolos (interpeladores) cursis, nefastos y grotescos. Todas esas voces, el calor, el alivio (por haber defecado) o el encierro, hicieron alucinar a Cuni. Estuvo poseído por algunos largos minutos, sin poder cerrar la boca ni controlar las gesticulaciones y movimientos que nadie vio. Viajó por lugares hasta entonces desconocidos que al despertar no recordaba. Corrió por un jardín donde sólo había jazmines, hasta que encontró una mesa y se sentó a jugar un truco con Mary, la del almacén, pero ella estaba mucho más rubia y gorda, y a él le gustaba más. Buceó por las mentes de personas que no conocía; y desde ahí pensaba y veía todo lo que ellas, vomitándoles dentro de la cabeza, a algunas, o comiéndoles algo que imaginó masa cerebral, a otras. Al volver en sí se sintió como después de una larga jornada de fiebre. Recuperado, volvió a pasar la vista por alguno de los textos y sonrió, leve aunque satisfactoriamente. Con muchas energías (provenidas no se sabe de dónde) comenzó a arrancar algunas de las hojas de la revista. Se limpió, se subió los pantalones y calzoncillos y al abrir la puerta que lo liberaba de ese encierro salvaje, se vio sudando como nunca pero sin sentir calor.

III Cuniev cerró la puerta con una mano aún en el cinturón y con los ojos en el resto de los ilustres visitantes del recinto. Poco movimiento pero mucha gente. Cuni comenzó a caminar por el pasillo que dejaban hombres que escondían mingitorios de un lado y puertas blancas que escondían inodoros del otro. Quería lavarse las manos, mojarse la cara. No le gustaban esos lugares de espacios reducidos donde circulaban tantos hombres esquivándose miradas y palabras, pero en ese momento estaba pensando en un artículo de la revista que había perdido. En eso estaba cuando vio entrar al viejo Osvaldo y lo sorprendió lo decidido, concentraba, que estaba. Serio, Osvaldo fijó la vista en el único mingitorio libre y hasta allí se dirigió, lento, con la incesante aunque inadvertida mirada de Cuni custodiándolo. Cuni ya estaba detenido cuando Osvaldo apoyó el bastón en la pared y se desprendió el cinturón. Nunca antes había pasado por un momento similar, pero no tuvo tiempo para ponérselo a pensar. Un instante después, Cuni vio a ese hombre de cara a la pared, con la parte de atrás del pantalón arrugada, sin contar el bolsillo izquierdo rígido, por donde se asomaba la gorda billetera. Con la mirada fija en Osvaldo, Cuni fue avanzando cada vez más rápidamente. Los pasos eran largos y su ancha cintura se balanceaba lo suficiente como para rozar los bordes del pasillo por el que seguía avanzando convencido en que esa era la ruta que lo llevaría a la felicidad total. Finalmente, cuando pasaba por detrás de Osvaldo le toco el culo. Había aminorado la velocidad para deleitarse con mayor concentración del momento. El pellizco duró poco pero el placer llegó a todas las partes de su cuerpo. Todos los placeres de su vida estaban contendidos en ese instante. Cada uno de sus sentidos gozaba a más no poder, creando una especie de paraíso interno, limpieza espiritual absoluta, vacío. Cuni separó la mano del calzoncillo de Osvaldo y retomó el veloz ritmo que había abandonado hacía unos segundos. Sorprendido, Osvaldo lo miró, sin dejar de hacer lo había venido a hacer, y le gritó “maricón”. Cuni no se dio vuelva, salió rápido del baño y se perdió en la ciudad, mientras Osvaldo seguía sin entender, mirando para ambos lados, como buscando a alguien que le explicara, buscando algún rostro que haya sido testigo para objetivar la vergüenza.

Aquí el resto.

sábado, 18 de diciembre de 2010

El misterioso Señor B

El Señor B, sentado en un café, se pide un té y dos medialunas. Es viejo desde siempre, tartamudo. Tiene los cachetes finos pero caídos. Los párpados también. Desde la silla le cuesta mirar los ojos del mozo parado tan cerca. Parece siempre cansado. Descansa antes de empezar a hablar, y en el medio. En el descanso piensa y encuentra la palabra justa. Luego siegue y vuelve a parar, a descansar, a pensar, a encontrar y a seguir acertando. Así lo vi la única vez que lo vi. Aunque no lo escuché.

En nada se parece al de los cuentos "Últimos atardeceres en la tierra" o "Días de 1978", entre otros. El señor B no es joven, activo. No toma alcohol ni drogas, no conoce latinoamerica ni le gustan los poetas surrealistas fraceses. Quizás pensándolo un poco más, con detenimiento, prestando atención a ciertos detalles que, en una primera mirada se dejan de lado, se podría afirmar que los dos B, el joven y el viejo, se parecen, muy en el fondo y tal vez en las antípodas de las descripciones que podrían merecer cada uno por separado; eso, las antípodas, los extremos opuestos, los unen en varios sentidos. Pero esa no es la cuestión principal.

Todos lo sabemos, el Señor B siempre se comportó como un viejo, en las actividades, en los gustos, en las maneras de moverse y de vestirse. Siempre fue señor el Señor B, nunca muchacho, ni pibe, ni niño. Pero hay algo llamativo en lo que coinciden todas las personas, incluso las que lo conocen hace casi cien años, a las que le pregunté por él, que tanto me intrigaba. El Señor B usa unas zapatillas topper blancas de cuero con cordones negros muy ajustados. Hay quienes dicen haberlo visto con las mismas zapatillas pero de lona (también con cordones negros), pero son muy pocos y titubean cuando se les pregunta por tiempos y lugares.

Un amigo tiene la teoría de que las personas se definen por su calzado. Insiste con eso cada vez que puede. Que una mina es ligera si tiene tacos finos y altos; que un tipo es inseguro por tener los zapatos relucientes de lustre; que todos los niños que en su calzado llevan escrito su nombre, de grandes, terminan por matar a sus madres; que quienes andan con los cordones sueltos o desatados están más próximos a la libertad, al desapego espiritual, que al compromiso; que cuan más alto es el calzado más bajo es la lucidez intelectual; que la sandalia habla de los problemas con el propio cuerpo; que los que usan los cordones atados en los tobillos se la pasan hablando de sí mismos. Y así mi amigo podría estar toda su vida. Dime lo que calzas y te diré quién eres. Pero con el Señor B esa teoría se te va al carajo, le digo. Para justificarse, sorprendido, a veces dice que es la excepción que corrobora la regla, y otras asegura que no, que justamente las zapatillas demuestran lo que en verdad es. Pero yo no lo entiendo y él no me explica más.

Yo, cuando lo vi, como un boludo, no le miré los pies. Todos los que se los miraron, aunque no coincidan en lo que vieron, hablan de belleza. Estoy casi seguro de que usa topper, pero lo que más me intriga ahora es por qué y qué quiere decir eso. ¿Será cierta aquella teoría y el Señor B nos engaña a todos mostrándose de una manera y siendo de otra? Porque, según mi amigo, los que usan topper, lejos de parecerse al Señor B, son bondadosos y dados en las relaciones sociales.

Otra gente estaba con él. Un joven escritor argentino con más presente que futuro: menos promesa que realidad. En la mesa, además, se encontraba el autor nunca reconocido, con los mismos años que el Señor B pero con muchísimos menos ojos que lo miren. El autor de moda pero de calidad, la última joyita de los hombres que quedan en el mundo de las letras nacionales, reconocido por todos, estaba ahí sentado, también. Y, por último, la mujer de éste y consagrada por ser la primera mujer en ganar el Premio K. Todos ellos hablando muy fuerte, todos nosotros los escuchábamos. Pero nadie sabía de qué hablaban. Eran como gritos descoordinados. Por eso todos lo vimos a Él y de ahí que volví siempre al bar a hablar sobre aquella tarde en que lo vimos. Porque el resto de los presentes, habitués y visitantes casuales, también lo vieron. Ellos me podían dar más datos, incrementar información sobre el Señor B. Pero pocos dicen haberle visto los pies aunque todos coincidamos en las características sobre su personalidad y aspecto físico, de los que ya hablé y poco me importan. Mi investigación, hoy en día, se basa menos en el Señor B que en su calzado. Todos sabemos que algo esconde, estoy convencido de que el misterio que de Él se desprende no está en su obra sino en develar el enigma de sus zapatillas. La solución del misterio es más compleja que el misterioso Señor B.