“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

martes, 24 de mayo de 2011

No es tan fácil curarnos

A Fabián lo conocí en el peor día de su vida. No recuerdo haber visto a un ser humano más compungido que a Fabián aquel día. Fue en la casa de los Castro, sus abuelos. Nunca antes, con ninguna otra cosa, me había dado esa espantosa sensación de tristeza, al ver un niño sufriendo tanto, demasiado conciente de lo mucho que sufría. Por eso me transmitió el sufrimiento de tal manera, porque él sabía que estar ahí le hacía sentir muy mal y porque por más de que haga cualquier cosa nada iba a cambiar. Así lo pensaba y así me lo dijo. Es el peor día de mi vida, oí decir de una boca a la que jamás le vi los dientes.
Yo había ido con mis padres a comer un asado a lo de los Castro y cuando llegué me encontré con que también estaba su hija, Marina, de quien guardaba muy buenos recuerdos y cariños pero que no veía hacía mucho tiempo, que estaba con su esposo y su hijo. Cuando entramos los cinco ya estaban en la mesa, comiendo una gran picada, de esas coloridas que sólo le vi preparar al dueño de casa. Fabián no quiso saludarnos, y lo obligó su abuela; ese fue el primer contacto que tuve con él y desde entonces me agradó su tan marcada personalidad. Al poco tiempo Lito se encargó de entretenernos con sus historias de cómo era ser un niño travieso, al principio, un adolescente malvado después y un joven desastroso hace no muchos años atrás. En el extremo opuesto está su hijo, Fabián, que se quedó todo el almuerzo sin decir una palabra; entendible: una cosa es Lito amigo y otra muy distinta es Lito padre.
Durante la comida pude hablar algo con Marina, hasta que empezó a enredarse en charlas de burako con mi madre, rememorando jugadas y campeonatos en las que ambas se lucían y apabullaban a quien se les pusiera a los costados. Cuando terminamos de comer me tomé rápido el café porque ya estaba algo incómodo. Para ese entonces, acompañado de un murmullo de fondo, mi cuerpo era algo que nadie controlaba, débil, aburrido y tan pesado que ya empezaba a hundirse en la tierra. No aguantaba más a Elcastro, como lo llamábamos sólo mi viejo y yo, y recordé por qué había dejado de ir a su quinta hace ya varios años atrás. Lacastra y Elcastro son buena gente, pero no saben tratar con los niños. Creen que las personas de menos de quince años de edad todavía no cuentan con las suficientes herramientas como para sostener una conversación con ellos. Me acuerdo que de eso hablamos la última vez que los vi en esta quinta, cuando yo tenía cerca de dieciocho años y Elcastro gritaba, escupiendo por debajo de unos bigotes negros, enormes, de los que cualquier niño se aterraría, de los que cualquier niño sentiría miedo, y tal vez por eso se los dejaba, porque no hay niño que al verlos no se imagine siendo devorado por esa jungla de víboras peludas, sucias, mojadas, despeinadas, que estaban sedientas a la espera de cualquier ser ingenuo y con imaginación. Hasta ese día, decía, yo iba dos o tres veces por año a la quinta de los Castro. Al principio no me daba cuenta, me la pasaba jugando con Marina y todo estaba bien, después sentía cada vez más cómo mis viejos me obligaban a ir y luego, cuando tenía doce o trece, hacía todo lo posible por aguantarme a Elcastro con tal de ver a María. María, a quien también vi por última vez aquella tarde de 2005, fue mi primer amor. O uno de los primeros. Ella era la hija de Susana y ambas trabajaban en la quinta de los Castro, con cama adentro. Susana sigue trabajando y María hace años que se volvió a Mendoza.
Pero lo que estaba contando era que habíamos terminado de comer y estaba aburrido. Necesitaba una siesta urgente. Me paré para ir hacia la casa, argumentando que iba al baño pero preguntándome para mis adentros si seguiría aquel sillón en el living, donde dormía cuando nos pasábamos todo el fin de semana en la quinta y yo sufría tanto como en ese momento en el que nadie a mi alrededor se daba cuenta de que me paraba, decía algo y me terminaba mi vaso de soda y el líquido, que era agua, gas, ácido, sangre, me pasaba por todo el cuerpo y me hinchaba aun más. Cuando estaba yendo para adentro vi a Fabián que estaba sentado en un rincón del parque, una fotografía de aquellos años, tan solo como cuando mis padres me llevaban porque no tenían con quien dejarme y entonces cuando terminaban de comer y estaban lo suficientemente borrachos como para que no los aguante más me sentaba en el jardín, cerca de las plantas que tanto cuidaba Lacastra, y así pasaba toda la tarde, leyendo alguna historieta o jugando un solitario con las cartas. Me acerqué a Fabián y le dije cualquier cosa; él ni levantó la cabeza, siguió cortando el pasto con una tijera. Me senté a su lado, hice algunas estúpidas preguntas de adulto, ¿qué estás haciendo? ¿estás aburrido? ¿te gusta este lugar? y luego me quedé en silencio. Pasamos varios minutos así, él cortando pasto por pasto y yo sentado al lado, mirándolo. Después de un rato cierta incomodidad comenzó a notársele en las cada vez menos esporádicas miradas, y de repente, por cómo me sostuvo la mirada, percibí que se había dado cuenta de que yo estaba de su lado, que no era un enemigo más, que podía contar conmigo tanto como un niño confía en su mascota o el Zorro en Bernardo. Dejó de cortar pastos y me dijo hoy es el peor día de mi vida. Y después de otro rato en mutuo silencio: es el lugar que más odio en el mundo, cada vez que vengo acá la paso peor que la anterior. Sin poder dejar de lado mi condición de adulto dije que si nos hubiésemos conocido la última vez que había venido también lo hubiese conocido en el peor día de su vida, corroborando lo que me terminaba de decir. De todas maneras él, conforme de tener enfrente a alguien que lo entendía, me miró a los ojos y me contestó que claro, conocernos en este lugar implica conocerlo en el peor día de su vida.
Luego hablamos un buen rato de nuestras vidas. Fabián es un chico inteligente. Tan inteligente como para aburrirse escuchando a un par de tipos de clase media preocupados por la situación del país, serios a la hora de decir querer cambiar algo aun sabiendo las limitaciones de sus voluntades, hablando con la boca llena de vino o asado de lo mal que está su equipo o de lo bien que juega tal jugador.
Fabián es gordito, tiene una remera blanca de mangas muy cortas. Su cabeza es redonda, o esa impresión da su pelo cortado tan cortito. Usa anteojos muy gruesos y redondos. Pero a lo que no le puedo dejar de prestar atención es a su voz: rara, como venida de otra dimensión, de otro lugar en donde los sonidos son interceptados por frecuencias extrañas y constantes. Así lo recuerdo, en el jardín o sentado en el sillón del living, primero jugando un solitario, después haciendo unos dibujos indescifrables.
No importa lo que siguió en aquella tarde. Tampoco importa cómo fue el reencuentro con María o cómo hicimos para que Elcastro sufriera un accidente. Lo que quería contar es lo traumado que quedó Fabián por haber ido tantos años a aquella quinta. Ahora en el manicomio de la cárcel le dicen el Escritor. Un pibe tan seguro de sí mismo, a quién se le hubiese ocurrido que terminaría escribiendo historias personales, mezclando la primera y la tercera persona del singular.

domingo, 22 de mayo de 2011

La invención de Rubén


A Fernando Peso

Alicia y Alberto, luego de naufragar tres días, llegan a una isla desértica. Exhaustos, con pocas fuerzas, se arrastran por las arenas de una playa que en cualquier otro momento hubiera sido paradisíaca. Alberto toma fuerzas, se interna en la vegetación y vuelve con nutritivas provisiones. Como todo buen náufrago, se adapta a la isla, se deja la barba, anda en cuero. También agradece el privilegio: haber llegado a la isla en compañía de su amada. Los primeros días son pura aventura. Cazan, recolectan, construyen y se aman. Al tercer día comienzan los momentos de depresión. Después de una semana en esas condiciones comienzan los ataques de ira y desesperación extrema. Al mes, después de días enteros sin hablarse, caminar kilómetros sin saber qué buscar y comer asquerosidades, la resignación llega al punto límite.
No pasa mucho tiempo más y todo se vuelve normal en la isla. De vez en cuando pasan frío o hambre, pero lo resuelven sin muchos problemas. Otras veces recuerdan los proyectos que tenían y todo termina en risas que son renovación del amor. Pero los días pasan sin muchos sobresaltos. Amándose menos de lo que nos imaginamos. Una nueva cotidianeidad se va adueñando de sus pensamientos y preocupaciones; y la vida en la isla se vuelve muy parecida a como era en la ciudad, sólo que con una sociedad de dos habitantes. Ahora, en vez de los vecinos o los chimentos de la tele, hablan de animales, estrellas o el mar. Ya no hablan del gas, la luz y el teléfono, ahora discuten y se preocupan por construir una choza más grande y fuerte, previendo cambios climáticos. De todos modos conservan el mismo énfasis para tratar los distintos temas. Cambian el discurso pero no el tono. Como quien solamente disfruta de lo distinto cuando sabe que dura poco. En la isla terminan pintando los mismos aburrimientos pero de otros colores. Es cierto, además de discutir y rezongar siempre por las mismas cosas, quizás esta nueva vida involuntaria les haya devuelto las ganas de mirarse un poco más.
Una tarde, varios meses después de haber llegado, Alicia vio una choza en un lugar al que nunca recordó cómo regresar. Jura haberla visto y Alberto no titubea a la hora de dar explicaciones psíquicas a semejante ilusión óptica. Desde esa primera discusión desesperada quedó un espacio de rencor dentro de cada uno de ellos, que sale a la luz en cada pequeño problema. De todas maneras, aunque los dos saben que el tema no está resuelto, al poco tiempo hacen que olvidan este episodio –ella más que él- y retoman las conversaciones y los quehaceres habituales. Incluso inventan un juego, mezcla de tejo, payana y croquet, que logra mantenerlos felizmente entretenidos varias horas por día.
Un día apareció un hombre. Descalzo, vestido con unos jeans azules y una camisa con cuadros verdes y rojos. Con barba, también, pero con el pelo corto, prolijo. Alicia y Alberto se quedaron anonadados. Ella con cara de abusada, respirando rápido sin poder cerrar los ojos, como perdida, moviendo todo el cuerpo menos la cabeza, todo le picaba y todo se rascaba. Alberto, en cambio, estaba rígido, se había parado de golpe y sacaba el pecho hacia afuera. Él tampoco le quitaba la vista de encima. El tipo caminaba tranquilo, como quien pasa por un kiosco de diarios y ojea algunas revistas.
-Todo va bien?- Preguntó desde arriba. Mientras pasaba por unas rocas que estaban a unos metros de la playa en la que se encontraban Alicia y Alberto.
-Buenas tardes, soy Alberto.
-Ya sé.
-Hace mucho que está en la isla?-preguntó Alberto, como si le estuviera hablando a alguien que está en la parada del bondi.
-Necesitan algo?
-Nada. Estamos bien. Quién es usted?-interrumpió Alicia, para ese entonces mucho menos atemorizada que su marido.
-Rubén. Estoy en la isla hace años. Los veo desde que llegaron pero, entre las ocupaciones cotidianas y sus peleas, nunca encontré momento para interrumpirles. Hoy los vi bastante callados, me preocupé. Por eso bajé.
-Estamos bien-dice Alicia.
-O sea que no hay salida?-agrega Alberto.
-Cómo?
-Claro, si está hace años quiere decir que uno de acá no se puede ir.
-Yo creo que sí. Por eso todas las tardes, después de la siesta, subo a ese árbol-Rubén señalaba un árbol que estaba en la cima de la sierra más alta, en un lugar donde nunca habían estado ellos dos, aunque desde donde se encontraban no había más de quinientos metros-. Hasta que se va el sol. Llevo este pañuelo, por las dudas, para hacer señas si veo a alguien.
-Excelente!-gritó Alberto- Ahora no tendrá que estar tanto tiempo allí arriba. Nos turnaremos. Yo iré la mitad del tiempo.
-Seguro-dijo Rubén, yéndose.
Todos los momentos que siguieron a ese, todas las palabras que Alicia y Alberto dijeron o pensaron fueron referidas a Rubén. Ella estaba incómoda, reflexionando sobre lo nuevo, sobre la atracción por lo desconocido, pensando en qué pasa cuando uno encuentra que la totalidad no se reduce a lo de siempre. Él, en cambio, fue variando sus palabras y pensamientos. Pasó de afirmar que en Rubén se hallaba el fin a la pesadilla del naufragio a negar su existencia, jurándole a Alicia que no había visto a ninguna persona.
Hasta el otro día no lo volvieron a ver. A la misma hora que el día anterior, Rubén pasó por donde ellos estaban, los saludó y siguió caminando hacia el árbol. Una escena muy parecida a la sucedida veinticuatro horas antes, salvo que esta vez Alberto quiso pararlo, corrió unos metros, volvió a insistir en que debían turnarse, en que coincidía con que esa era la única manera de salir de ahí. Rubén dijo que sí, pero siguió caminando. No hay salida, sólo costumbres, pensaba Rubén mientras se alejaba, y Alicia lo escuchaba. Extrañado, Alberto le gritaba que cuando termine la vigilancia pasara por donde ellos estaban. Al rato se olvidaron de Rubén, o eso simularon. Cada uno volvió a sus quehaceres. Al terminar el día todo se ubicaba en el indicado lugar, la calma habitual del atardecer y la brisa fría que llegaba desde alta mar. El ruido del mar rompiéndose en olas era acompañado por el canto de un pájaro al que nunca habían escuchado tan fuerte. Era como leer muy lento cucú cutíto!, pero silbando agudo. Se miraron, pero recién a la noche, antes de dormir, cuando vieron que Rubén no volvería hasta el otro día, lo hablaron como al pasar.
Cuando apareció Rubén, a la hora de siempre, Alberto no lo dejó avanzar. Le suplicó alternar la vigilancia en el árbol. Quería que Rubén ocupara su tiempo en otra cosa, que descansara. El estar alerta beneficia a todos, decía. Rubén se negó, dijo que hoy no, que al otro día cambiarían. Y Alberto aceptó. Mañana voy yo, sí o sí, exclamó Alberto.
Otra vez, al atardecer, Alicia y Alberto escucharon el canto del pájaro. Pero se dieron cuenta de que era Rubén el que lo hacía. La pareja volvió a reír después de mucho tiempo. No podían creer lo que escuchaban. Esta vez era claro. Rubén gritaba sin parar: “Están cogiendo!”, “Están cogiendo!”. Pobre, debe ser muy dura la soledad, dijo Alicia, queriéndose poner seria. Sí, debe estar muy desesperado, contestó Alberto, riéndose estrepitosamente. Rubén seguía, “Están cogiendo!”, “Están cogiendo!” y no hacía más que incrementar el volumen de las carcajadas de Alberto, mientras Alicia reía sin querer, vergonzosamente. Miraban el árbol pero no conseguían ver a Rubén, que debía estar entre las ramas.
Pasaron la noche sin parar de hablar sobre lo que habían vivido. Suponían animales fornicando, imaginaban que en la mente de Rubén existía un mito que decía que ése grito atraería salvaciones, reían pensándolo durmiendo en el árbol, teniendo sueños eróticos, se ponían serios conjeturando con que hablaba un idioma que ellos no entendían porque sólo pertenecía al mundo de los pájaros. Finalmente se durmieron, recordando a la pareja que vivía en el departamento de al lado, en su anterior vida urbana.
Toda la mañana Alberto había estado llenándole la cabeza a Alicia con que no podía ser que su salvación esté en manos de un tipo tan raro como Rubén. Era una locura dejar que Rubén sea quien vigile todos los días. Además, con Rubén vigilando él se sentía un inútil. Le va a venir bien descansar, dijo sonriendo socarronamente. Después de comer Alberto se sentó a esperar a Rubén, esta vez no me puede decir que no, dijo en voz alta. Y así fue. A la hora de siempre, Rubén llegó con su paso lento. Alberto fue al ataque. Dijiste que yo subiría, dijo con voz de niño pidiendo permiso, después de haber hecho todos los deberes. Rubén no se negó, le recomendó que esté muy atento, que no se descuide ni un segundo. Le entregó el pañuelo y le explicó cómo llegar.
Alberto empezó a caminar, siguiendo las instrucciones de Rubén. Cuando lo vio no lo dudó: ése era el árbol. Un tronco ancho, con raíces que caían de ramas gruesas extendidas paralelas al piso, a dos metros de altura. No le fue difícil subir. El árbol tenía muchas ramas y su corteza era áspera, no resbalaba. Enseguida estuvo en la cima, disfrutando un paisaje único, encandilado por la línea en donde caía el mar. Al poco tiempo, aburrido, buscó un lugar de donde se viera la playa. Encontró una larga rama, aunque rodeada de hojas. Fue caminando por la rama, alejándose del tronco hasta que logró asomarse. Desde ahí se veía claramente la playa. Estaban Alicia y Rubén. Alberto se sorprendió: es verdad, desde acá parece que estuvieran cogiendo.

miércoles, 27 de abril de 2011

un peso

No me podía dormir. Cerré los ojos y me imaginé panzón, con traje, bigotes, con el pelo peinado para atrás a la gomina. Millonario. Con la misma actitud que la del tipito del Monopoly. Con mucha plata. Abrí los ojos en la oscuridad de mi cuarto y me dije ¿qué haría con mucha gita?
1. Si tuviera mucha plata, me publicaría. Y sería un éxito. Hasta diría que, con mucha plata, sería un excelente escritor.
Me pondría una editorial, con un nombre cualquiera, como El arbusto o Pasamanos u Olor a papel. Le diría a un amigo o a algún desconocido, para que no se sospeche, que aparezca como dueño de la firma. La editorial sacaría una edición de 30 mil ejemplares de mi primer libro, además de tiradas cortas de escritores inéditos, como jugándosela, para no despertar sospecha. El mercado literario y la prensa se sorprenderían, lo que haría despertar cierta curiosidad en algunos (los primeros de una gran masa de) lectores. A la semana contrato a mucha gente para que me compre el libro. Una vez agotado, con la misma plata que gané porque se “vendieron” todos los ejemplares, la editorial me reedita (si no es que viene otra editorial, una verdadera, y ruega publicarme). Para ese entonces ya pretendo tener mis propios lectores, movidos por la lectura de afiches y artículos en los diarios. Esto último es una de las cuestiones más simples, bastaría con ir a tomar un café con los dueños de los periódicos más prestigiosos (quienes seguro cuentan con alguna editorial) y explicarles el negocio, quizás pactar algunos números.
2. Qué fácil sería conquistarla si tuviera mucho dinero. Pero, ojo: no porque la billetera mate al galán, sino porque más vale galán disfrazado que a la deriva y sin un mango. No ostentaría. Todo lo contrario. Compraría todo lo que puede llegar a tener un “tipo común”, con ciertos gustos decididamente inclinados a los que estoy convencido que a ella le atraería.
3. Con mucha guita haría otra liga nacional de fútbol. Una tan grande que compita con la A.F.A., que sea lo suficientemente grande como para que en algunos años la elimine y domine el mercado futbolístico nacional. Haría equipos y estadios, compraría los que ya existen. Contrataría excelentes jugadores pero, claro, sería el dueño de la pelota. Jugaría, por supuesto, en el equipo más importante. Y ganaría millones, vale decirlo.
4. Con mucha plata en mi poder, sería superhéroe. No creo que llegue a volar o hacerme invisible, porque esa no es una cuestión de dinero. Pero me encargaría de cuidar a las mujeres que andan solas caminando de noche. Me quedaría en las paradas de colectivos, esperando a mujeres solas y las acompañaría hasta su casa. Luchomán, el superhéroe de barrio. Contrataría ladrones y violadores para que se dejen cagar a piñas por mí y para que me cuiden de los verdaderos ladrones y violadores. En poco tiempo se correría la bola de que en mi barrio a nadie le roban porque estoy yo. De ahí a ser héroe nacional hay una línea demasiado fina. Lo más complejo es de héroe a superhéroe, pero también pensé en eso: contrataría los mejores magos del mundo para que me enseñen esos trucos imposibles y, como ellos, haría pasar por realidad diversas ilusiones. Ustedes se preguntarán ¿y por qué los magos no se convierten superhéroes haciendo lo que hacen? Pregunta estúpida. Los magos no tienen guita, hacen eso para ganarla. Los magos lo hacen (mediante un pacto con el espectador) en teatros, estudios de televisión o cumpleaños, ¿cuándo vimos a un superhéroe en alguno de esos lugares? Y lo más importante: para ser superhéroes, los magos primero deberían ser héroes.
5. Con mucho dinero me compraría grandes terrenos en distintos puntos cardinales, con distintos climas y vegetaciones. Luego, compraría todas las especies de animales existentes. ¿Se podrá? Hacer como un arca de Noé, pero sin arca, sin Noé y sin el chamuyo de la inundación. Sin otro poder mágico o divino que el dinero. El zoológico más grande del mundo. Después no sé que haría con eso. Tal vez simplemente cobraría entradas imposibles o trataría de llevarme todo a la luna.

Mi conciencia insiste, perdón.
-¿Todas cosas materiales?
-No, las minas no son materiales, el despertar en la gente idolatría hacia mí por ser un gran jugador de fútbol o un superhéroe no me parece para nada materialista.
-Pero estás jugando con los sentimientos de otras personas, los comprás. ¿Vos te creés que todos los terrícolas se dejan convencer o engañar por dinero?
-No solo lo creo, lo veo todos los días.
-Nunca ayudar a gente que lo necesita, ¿no?
-Bueno, está bien:
6. Regalaría mucha plata a gente pobre sabiendo que porque un rico regale plata nada va a cambiar pero eso me serviría para la legitimidad de la sociedad y para mentirme con que soy una gran persona.
-Muy gracioso. Sabés que no me refería a eso. Podés hacer obras de bien.
-Bueno:
7. Haría obras de bien.
-Que sigas en esa postura demuestra lo mal tipo que sos, ¿te das cuenta? Y yo no te la puedo dejar pasar, para algo estoy.
-¿Qué querés? ¿Dónde viste que alguien que de la noche a la mañana se vuelve multimillonario use esa plata para hacer el bien? Es sabido, los nuevos ricos son muchísimo más forros que los viejos ricos. Por temor o inexperiencia en el gremio.
-¿El “gremio”? ¿Tienen un gremio los que tienen guita, sólo por levantarla en pala? El colmo de los colmos.
-Más respeto, eh. No hables así de los muchachos que te mandamos a la patota. Además, ¿qué problema tenés con que nos organicemos para defender nuestros intereses?
-Claro, claro. Acordate que mañana te tenés que levantar a las siete.

sábado, 8 de enero de 2011

Despertar


uno

¿Alguien, alguna vez, supo de alguien que alguna vez se haya puesto a contar o pensar en la cantidad de temas de conversación que se dan en simultaneo entre dos o más personas, a plena poca luz de algún jueves soleado y caluroso, de algún verano, en algún jardín de alguna ciudad latinoamericana? Cuando el tío le contó sobre aquella noche aseguró que no supo ni sabe aún si fue un sueño o una pesadilla, y a su sobrino se le vino a la cabeza la idea de poder parar el tiempo para escuchar, uno por uno, todos los temas de los que se estaban hablando en ese momento en la ciudad; mientras que el tío seguía contando o viviendo aquel sueño.
Fue una mañana de enero cuando se despertó con dolor de cabeza, frio en los pies, la boca sin saliva, los dientes ásperos y un aliento que hubiera matado a quien se le pusiera enfrente. El mate le cayó pesado, se cebó dos o tres y el malestar lo sorprendió con una poco común inapetencia. Despertarse esta vez le hizo prestar más atención a su cuerpo que a su eterno odio al jefe, a su perra o, incluso, a las piernas cruzadas de la muchacha que tan lindo le sonreía cada mañana en el Café. Se sentía mal y no sabía por qué.
Esa mañana la muchacha no fue al Café pero él ni se dio cuenta y, sin entenderlo, por mera educación, al chiste del mozo contestó con una sonrisa. El mozo era un tipo simpático, de los que hay que desconfiar porque están siempre de buen humor y uno no encuentra dos motivos coherentes en sus vidas que justifiquen tantas ganas de vivir. Tenía la nariz grande como el puño de la mano de un adulto, pero quien lo mire a la cara sin estar acostumbrado a hacerlo no podía dejar de mirarle los ojos: pequeños, en el fondo de la cara, tan bizcos como inquietos. Se reboleaban para todos lados, al lado de una nariz cuyos orificios podían albergar a un hámster. La pera era bastante pequeña, redonda, con un huequito en el centro, y la boca, casi siempre cerrada, insinuaba unos labios cortos hasta que se estiraban con cada sonrisa, con cada cruce de miradas y parecían atravesar toda la cara en forma horizontal. Así lo describió al poco tiempo de haberlo conocido, hace ya varios años, en una carta que envió a su sobrino, en Bueno Aires. Al tío le caía bien porque era un gran analista de cine; de esas personas que apenas uno se las encuentra sabe, con desilusión y tranquilidad al mismo tiempo, el tema del que se va a hablar. Estaba seguro de que hubiese llegado muy lejos como crítico, tal vez como director, si el rostro y los modales hubieran puesto un poco más de empeño, aunque no se lo decía. Lo mejor que tenía el mozo al comentar alguna película, una escena o al hacer alusión a algún actor o director, era que no hablaba por hablar. Aunque no le hacía falta decir cosas que no sabía porque sabía, siempre y de todo, de sobra; nunca se lo hubiese escuchado hablar de más. Siempre encontraba las palabras perfectas para hablar bien o mal de una película sin contarla. Por eso siempre era grato escucharlo, y a él le gustaba hablar con el mozo para enterarse de las novedades y aprender y discutir sobre cine. Esas charlas y la insistente mirada de la muchacha eran las cosas que, a su juicio, hacían del Café el lugar más cómodo del mundo.

Pero ese día estaba sólo su cuerpo en el Café. Le trajo el cortado y sin decir una palabra lo tomó, pasó algunas hojas del diario que no leyó, dio un mordisco a la medialuna y, sin siquiera recordarla, sin pensar en dónde estaría sentada esa mañana o por qué no había llegado aún, sin verificar si su sonrisa y sus ojos le apuntaban desde algún lugar, se fue al trabajo.

dos

En el trabajo, al contrario del bar, nadie lo encontró distinto al resto de los días. Trabaja en una fábrica de relojes, la única del pueblo, sucursal de una prestigiosa marca internacional de relojes. También trabajan otras marcas, menores, y eso les basta para monopolizar la regulación del tiempo en todo el pueblo. Él es el encargado de reparar los relojes que traen a cambiar en garantía. Siempre hace los mismos arreglos porque siempre, de fábrica, los relojes tienen las mismas fayas. Sacar algunos rubíes que entorpecen el rodaje, soldar dos “alambres” al muelle y ya: vuelven al mercado. El tema es que con esos defectos vienen todos los modelos de la empresa, algunos se rompen tras funcionar algunos pocos días u horas y otros perduran sin problemas.
Salió un poco antes a almorzar, no por hambre sino por ganas de despejarse. Caminó solo, fumando, algunas cuadras, sin poder sacarse de la cabeza el por qué de ese malestar en el estómago, que caía desde la garganta o un poco más arriba. Comiendo en un banco de la plaza, al ver un bebé en un cochecito que lo miraba serio a los ojos recordó el sueño que había tenido, o por lo menos quiénes eran los protagonistas y cuál era el tema principal, el que hoy lo angustiaba tanto, y se desmayó.
Cuando despertó, en el hospital, empezó a llorar. La enfermera le dijo que era común, que llorar es lo mejor en estos casos y él quiso no recordar esa estúpida teoría que asegra que las enfermeras dicen lo que uno quiere escuchar, pero fue más fuerte que el llanto. Al salir del hospital creyó, una vez más, tal como cuando vino a vivir al pueblo, que la vida no tenía más sentido pero, como le pasa a cualquiera que no se termina de animar a ser solitario, ya que es consciente de que sería lo mismo que suicidarse, no se suicidó porque pensó en el problema que le traería a todos los que dicen quererlo y porque la gente ve con malos ojos todo tipo de demostraciones de amor sincero y de descontento social. Otro de los tantos que no se termina de decidir por el fin voluntario, más por los otros (la gente) que por él mismo. También recordó los ojos del sobrino cuando, antes de marcharse de Bueno Aires, le prometió que lo volvería a ver. En ese recuerdo habrá leído algo que hasta entonces desconocía, porque los ojos del sobrino también le remitían al sueño de la noche anterior, y sin todavía estar muy seguro de cómo se había enterado de la mala noticia que voló desde Buenos Aires, se convenció de que lo mejor sería estar allí, con la gente que él más quería, en este momento en el que tanto lo necesitaban. Llamó, desde un teléfono público, a la agencia de viajes, convenciéndose de que estando allá podría hacer más que desde donde estaba. Al volver a su casa llamó a Buenos Aires para avisar que en tres días estaba llegando a la ciudad. A su sobrino, que lo atendió casi llorando, lo consoló con frases estúpidas pero eficaces; intentaron hablar de cómo iban sus vidas pero terminaron por cortar rápidamente y prometieron hablar tranquilos cuando él estuviese por allá. Se quedó un rato con el tubo del teléfono en la mano, el codo en la mesa y la cabeza sobre el puño, preguntándose qué sentido tenía recurrir a charlas de tinte moralistas o a filosofía barata con gente a la que se quiere mucho, en la imposibilidad de los adultos en tratar ciertos temas con los niños, y terminó por concluir, como siempre, que no hay cosa más difícil que hacerle saber al otro de qué van los propios sentimientos, por más que el otro ya los conozca. Pronto se distrajo preocupándose en boludeces: cambiar una lamparita, comprarse una remera negra, lavar los platos del día anterior, dormir la siesta, reacomodar los muebles. Al rato de haber cortado, con el cachete aún sobre el puño, se sorprendió al verse en el marco de metal de un cuadro colgado en la pared, la nariz extremadamente roja, brillándole entre los pálidos pómulos.
Esa misma tarde se pidió unos días de vacaciones en el trabajo. Explicó (se excusó con) la inestabilidad de su salud física y psíquica y contó el problema familiar de Buenos Aires. Luego se fue a acostar, temprano.


tres

El resfrío, o ese malestar parecido a la gripe, no lo abandonó al otro día, al contrario: lo siguió atormentando cuando se levantó tras haber dormido dos horas, después de una noche de sábanas pegoteadas, pensamientos que eran como pesadillas con los ojos abiertos, vasos de agua, y que terminó por empezar, paradójicamente, cuando amaneció y él pudo, por fin, conciliar el sueño. Salió de su casa a eso de las nueve y media y, aunque le dedicó algunos pensamientos mientras se vestía en su casa, en el Café ni la miró. Al mozo le pidió que se sentará en su mesa un rato y le contó, entre gotas de lágrimas y transpiración, de la enfermedad de su madre. Era la primera vez en tanto tiempo que hablaban de algún tema personal. Poco dijo el mozo, que se quedó un buen rato sentado a su lado, con una mano en el hombro del tío. Él valoró mucho el gesto; no vivía una situación así, donde lo hicieran sentir tan cómodo en un momento tan doloroso, desde los años de la secundaria, en Buenos Aires, con la muerte de la abuela y la contención de los verdaderos amigos. Pero el valor que le dio al momento, al gesto, no lo tradujo en actos ni palabras, aunque seguramente los pensamientos alcanzaron y satisficieron al mozo que, después de un tiempo se paró y lo dejó solo, regresando nada más que para traerle otro café, antes de que se lo pidiera. Se podría decir que ella también estaba ahí, en el Café. A dos mesas. Y que lo miraba, con las mismas curvas, las mismas piernas, la misma postura rígida, tan igual a él, decidida a no ser ella quién dé el brazo a torcer, por miedo, como él, a que esto que vivían día a día sea más lindo que cualquier tipo de relación que pudieran tener o simplemente porque hoy lo veía destrozado, con los ojos hinchados, las ojeras violetas y la nariz roja. Para él no había nadie más en ese bar que el mozo, él mismo y aquel pasaje a Buenos Aires que parecía ya usado, que mostraba algo conocido, que tomaba la forma más de confirmación que de develación.

El día, que no fue más que bar y cama, duró muchísimo. Más de lo que tarda un libro malo en acabar.

Los otros dos días antes de viajar a Buenos Aires fueron atípicos, entendiblemente atípicos. Sin la rutina y con las obligaciones interrumpidas, hubieron horas de reposo interminable y llamadas de llantos y corroboración de “tragedias”. En una de las noches, el mozo lo acompañó a la casa, se quedó hasta el amanecer al lado de su cama, atento, preocupado por la salud del tío, que daba vueltas en la cama, gritaba, respiraba raro, se agitaba y enmudecía sin poder dormir. Todo en acciones tan violentas como inesperadas.

La última noche, antes de viajar a Buenos Aires, se puso a escuchar música y al viento que “soplaba” fuerte, mientras tomaba (quizás de más) whisky, y se dedicó a pensarla, como sin querer pensar lo malo, evitando la realidad, hasta que se quedó sin cigarros y empezó a llorar lagrimas que sin tener nombre terminaban en unos labios en los que, estos sí, aunque sin coordinar con las cuerdas bocales, la nombraban a ella, o a sus piernas interminables; piernas que, además, eran insistentes y perduraban no tanto en el espacio como en el tiempo, que venía desde hace mucho pero no para llegar a esa noche sino que hablaban de alguna futura mañana en el pueblo, en la que los dos, de la mano y sin hablarse, salían del Café, caminaban a la vista de todos pisando las baldosas rotas de la vereda y al llegar a la plaza, con la catedral mirándolos con malos ojos, antes de sentarse en un cantero y contarse cosas que ya sabían, se besaban. Tenía ganas de estar dándole un beso. Y se durmió imaginando cómo; sabiendo que para encontrarse era fundamental perderse. Pero perderse en una dirección, que era ella y que empezaba en esa noche, no antes.

Otra vez los sueños fueron relacionados a Buenos Aires.

Por la mañana, al nudo que la tristeza le retorcía la panza se le sumaron los nervios del viaje. El sol y los nervios eran los mismos que la tarde en la que partió de Buenos Aires, hace diez años cuando en la terminal le prometió a su sobrino, que lo volvería ver.

cuatro

En la terminal sólo estaba su hermana esperándolo. Se abrazaron fuerte, sabiendo y escuchando lo que cada uno callaba. No hablaron del tema, o eso podría parecerle a quien escuche sus palabras sin ver sus ojos. En los cuatro ojos estaban las preguntas que no se hacían, las certezas de un final doloroso y tan lleno impotencia. Por eso la hermana los reboleaba para todos lados, como el mozo del Café, pero ella de nerviosa, como él antes de partir, sin poder sostener la mirada en los ojos del tan extrañado hermano, casi ridículo. En el auto, rumbo a la casa, la hermana le aconsejó no usar ciertas palabras ni tocar algunos temas en presencia del niño. Eso dijo la hermana, en esas palabras: “ciertas palabras”, “algunos temas”, “niño”, pero él sabía a qué se refería, o eso creía, y también creyó entenderla. Tu sobrino está grande, es tan inteligente como lo imaginas, pero es muy sensible y es muy chico para enfrentar algunas cosas, le dijo la hermana mostrando algo de inseguridad, como desconfiando de alguien que no está en la ciudad por más de diez años y vive en un pueblo tan pequeño, tan con otro ritmo de vida. Así empezaba una estadía que, desde un principio, se sumergía en un mundo de rarezas e incertidumbres.

Al entrar en la casa, a la primera que vio fue a su madre, tan distinta, que le sonreía desde un sillón en el fondo del living. Con una mirada pesada advirtió la dureza de la realidad, mientras su boca hablaba: vení, dame un beso. Fue casi corriendo y la abrazó y la besó. En seguida llegó su papá, con el que también se abrazó y comentó lo bien que estuvo el viaje y los manjares que trajo de regalo. Todo fue sonrisas, lejos de lo que imaginó en el avión sin poder dormir. Pero el verdadero esplendor sucedió cuando su sobrino llegó de la escuela y al abrir la puerta corrió hacia él y lo sorprendió con un salto que terminó en abrazo. La cena fue de anécdotas, chistes y actualizaciones de climas sociopolíticos. Poco a poco, uno a uno, se fueron durmiendo todos, primero la madre, luego el sobrino, más tarde el padre. También estaba un matrimonio amigo del tío, que se fue después de que ella lave los platos mientras hablaba con la hermana en la cocina y él acuerde cuándo y dónde se encontrarían para hablar los dos solos y tranquilos. Luego quedaron la hermana y él, solos en la mesa ya ordenada, hablando de que ella poco a poco se estaba reconciliando con su ex marido y él, por otro lado y sin saber por qué, se vio hablando de la muchacha del Café del pueblo.

Al otro día, por más de que el tío hubiera preferido quedarse con su madre, hablando de cómo estaba y qué era lo que cría que el tiempo depararía, fue con su sobrino y su hermana al zoológico de la ciudad. La pasó bien de todas maneras. Conoció mucho más a su sobrino, y hasta tuvo tiempo de estar solo con la hermana, de nuevo, mientras su sobrino daba de comer comida comprada a los animales encerrados. Hablaron de sus cosas, la hermana le contó sobre aquel hombre que conoció en clases de portugués, que le hace tanto bien pero que tanto miedo le da presentarle a su hijo; demostrando qué era lo que realmente le impedía volver con el padre del niño, con el que se estaba "reconciliando". El tío, sin sacar del todo a relucir el odio que le sentía por la ex pareja de su hermana, le dijo que lo conveniente era que se conocieran, el nuevo novio y su hijo, que ambos iban a entender y construir una nueva, pero seguro bien predispuesta, relación.

Repentinamete, habló por fin de lo que quería: qué dijeron de mamá los médicos, preguntó. Ya sabés lo que dijeron, ¿no te parece que no es momento de hablar de esto?, contestó ella. Él insistió pero ella distrajo la conversación en los quehaceres del niño. Y él terminó por concentrarse en que la relación entre su sobrino y la madre parecían perfectas; lo sorprendía, nunca había visto un hijo que, a esa edad, se llevara tan bien con su madre, y a una madre que entendiera tan bien a su hijo, pero le extrañaba la manera en vivir juntos, los dos o los tres o los cuatro, en esos momentos tan particulares para la familia. El día terminó en casa de un amigo de la primaria, al que había visto no hacía mucho ya que lo había ido a visitar al pueblo y se había quedado unos días. Al él le contó de la extraña reacción de la familia para con la enfermedad de su madre. Su amigo lo escuchó durante un largo tiempo, moviéndose sólo para llenar las copas que no tardaban en vaciarse, pero no se mostró tan sorprendido como el tío. Cada familia es un mundo, dijo, al pasar, y fue ese el único comentario que se le escuchó sobre el tema.

Cada despertar en la casa era una incertidumbre. Se la pasó de visita a amigos y familiares que no veía hacía muchos años. La mayoría de los familiares iban a su casa a visitarlo, o a visitarla a ella, a su madre, y aprovechaban que había venido él para verlo, para saber qué tal le iba con su nueva vida. Pero todos hablaban, contentos y sin nada malo que contar, de lo bueno que había sido que él esté ahí, de lo felices que se ponían al verlo y de cómo pasó su vida mientras él tenía nuevos tiempos y gentes, en nuevos lugares.

cinco

Una tarde, después de algunos días de estar en Buenos Aires, se levantó y la madre no estaba en la casa. La noche anterior había estado, desde la tarde, con unos amigos a los que no veía desde el viaje de egresados, y la tarde terminó en noche y el llamó a casa, como cuando era adolecente, para avisar que no iba a comer, que iba a regresar tarde, y después de comer salieron los mismos cuatro que salían en la adolescencia, y fueron al mismo bar (pero con distinto nombre y dueño) que entonces. El tío llegó borracho a la casa, cuando amanecía. Despertó confuso, con calor, con las incomodidades 1) de haber tomado mucho y 2) de no haber dormido en la propia cama. Pero lo que más lo inquietó fue la soledad en la que se encontraba. No había nadie en la casa. Era la primera vez desde que estaba en Buenos Aires que se quedaba solo en la casa, y se desesperó. Llamó a la hermana al celular pero no contestó. Llamó a la madre y le atendió el contestador automático. Con cada llamado desesperaba un poco más y cada vez que no se podía comunicar con alguien o cuando al que llamaba le decía que no sabía nada de su madre, llamaba con más urgencia a otro, y la urgencia incrementaba la desesperación, y así. Cuando no tuvo a quién llamar se quedó sentado en la silla que estaba al lado del teléfono hasta que en unas horas, a las que recordará como la máxima tortura sufrida alguna vez, llegaron la madre y su hermana. Venimos del médico, dijeron. Con una rabia eufórica, pero con la serenidad y miedo que ameritaba el momento, les preguntó por qué no le habían avisado y repentinamente se serenó y preguntó qué había pasado, a qué se debía tanta urgencia. Ellas lo consolaron diciendo que no pasaba nada, no era una urgencia, y enseguida se pusieron hablar, entre ellas, de otro tema. Después de un tiempo sin hablar y sin poder creerlo, las interrumpió bruscamente, gritando, exigiendo que le contaran todo, que él estaba grande como para que le oculten las cosas. No toleró más la forma en que enfrentaban la enfermedad. ¿Enfermedad? Se vio como inmerso en un cuento que había leído alguna vez. Ellas se miraron, la madre dijo, mirando a su hija, llamá a papá, preguntale qué quiere que cenemos. Él se rió y ellas no lo escucharon hasta que, minutos después se fue de la casa cerrando con un portazo que escuchó toda la ciudad.

seis

Nunca hubiese podido imaginar sentirse así en su lugar de nacimiento, en donde creció. Recordó los últimos tiempos antes de irse de Buenos Aires. Corroboró el por qué de su huída, que nadie nunca entendió, haciendo la ruta inversa: de la ciudad al pueblo. Caminó por la ciudad, volvió al café del barrio (que en nada se parecía al Café del pueblo, de todos los días, al que recordó y extrañó, y pensó en el mozo y lo comparó con el que lo estaba atendiendo en Buenos Aires, y tuvo ganas de estar allá hablando de cine, e inevitablemente volvió a pensar en ella, y en sus piernas o su sonrisa, y lo sorprendió creerse enamorado, no tanto por lo raro de enamorarse de una mujer con la que nunca había hablado, sino porque tuvo que darse cuenta de tal sentimiento estando tan lejos, después de no verse por unos días, y justo en medio de la extraña situación familiar en la que se encontraba, y fue a un teléfono público a comprar un pasaje en avión, y no avisó a la familia que ya tenía el boleto de vuelta, para la próxima noche).

Lloró un rato en el cine, donde no vio la película por pensar tanto en el complejo momento que estaba pasando, que lo confundía, sintiéndose más ajeno que nunca. Cuando salió llamó a la casa y arregló con la hermana para ir a buscar a su sobrino a la casa de Martín. A la única persona que quería ver era a su sobrino. Había algo más que palabras en su relación que decía lo mucho que se querían, sin importar las veces que se habían visto, los fines de años que pasaron juntos o los regalos que se debían. Tras pasar a buscarlo por la casa de su amigo, el tío lo llevó al cine, a ver la película que él había (no) visto hacía unos minutos. Al salir fueron a comer afuera. El sobrino le hablaba de cómo se llevaba con cada uno de sus amigos y de lo mucho que le gustaba jugar al ajedrez y al futbol, mientras él lo miraba con algo que cualquiera podría llamar ternura si no conociera la relación que tenían y el sueño que había tenido el tío hacía varias noches atrás. Casualmente, mientras su sobrino hablaba, el tío recordó el sueño. En realidad recordó cómo se había sentido después de aquella noche, aquella mañana, el desmayo, el hospital, la nariz roja, y concluyó en que había hecho bien en dejar todo para estar en Buenos Aires, cerca de su sobrino.

Estaban muy cómodos, sentados en el banco de una plaza, rodeados de sombras y árboles, acariciados por una leve brisa que, junto con el helado que tomaban, servía para refrescarlos en la calurosa tarde. El tío le contó a su sobrino un sueño que tuvo antes de ir a Buenos Aires. El sueño era así: él tío se enteraba que todos sus familiares de Buenos Aires estaban enfermos pero no lo sabían y él debía viajar a contárselos. Por supuesto, en Buenos Aires nadie hablaba de la enfermedad, pero él estaba convencido de que bastaba que dijera algo de la enfermedad para concretarla. En esa dicotomía pasaba unos días, en los que todo se daba agradablemente: las visitas, las charlas, pero, por otro lado, él notaba en las caras y comportamientos de sus familiares que algo le ocultaban, y eso lo iba inquietando cada vez más. De todas maneras, continuó un tiempo sin decir nada.

Pasaron algunas cosas algo confusas, colores y rostros desconocidos, y a los pocos días no quedó más que internarlo, cuando salió con que no podía ser que todos sus familiares se tomen como si nada la enfermedad de su madre. Decía que en un sueño lo había previsto y su estadía en Buenos Aires comprobaba lo mal que estaba su madre, todos lo saben pero nadie dice nada, se vio asegurando, eufórico entre gritos y empujones. Los médicos creyeron que la enfermedad había aumentado cuando comenzó a desesperase porque se dio cuenta que la enfermedad que le mostraba el sueño no era la de la madre, sino la que toda la familia padecía, y era la que los hacía a todos vivir sin hablar de la enfermedad de la madre, negándola. Lo que produjo que, dentro del hospital, lo aíslen y mediquen un poco más.

Cada semana, su sobrino lo iba a visitar al hospital. Era el único que lo seguía viendo, a escondidas. Los demás fingían haberlo olvidado, haciendo como si no existiera, como lo hacían con la enfermedad de la madre. Una tarde, sentado en el parque del hospital con su sobrino, después de jugar un partido de ajedrez y hablar de cine, le contaba sobre un sueño que había tenido una noche.