“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

miércoles, 29 de diciembre de 2010

truco

(Contar una historia como jugando un truco correntino implica tiempo, calor, algo para tomar y ganas de charlas y juegos apasionados. Hay muchos datos y reglas que se pasan por alto. Es muy fácil no entender muchas de las cosas que se dicen o hacen, pero muy difícil aburrirse si se comparten algunos pocos códigos necesarios. Contando y jugando se fusionan en la historia que pasó y vale la pena relatar. Porque tanto el truco como el cuento se nutren de fantasía. En ambos se juega y se cuenta. Es lindo hacerlos y mirarlos.)

I Osvaldo Setto está viendo jugar a sus amigos. A veces lo cansa más estar sentado, no moverse, que jugarse un partidito. Pero es terco, dice que está viejo, que ya no sirve para esas cosas. Lo dice con una sonrisa en la cara y no queda como esos viejos que lo único que les falta para estar muertos es la libreta de defunción y alegrarle la vida a los herederos. Mientras veía, Osvaldo, sostenía con una mano su bastón y con la otra el pocillo de café vacío, apoyado en la mesa que estaba al lado de su silla. Está cansado Osvaldo, pero no lo dice ni lo demuestra. Sonríe y escucha a un conocido que le habla mientras miran el partido. Tiene ganas de estar en su casa, recostado, mirando alguna película o leyendo un libro. Pero está ahí y no se arrepiente. Alterna la mirada entre los gruesos vidrios de los anteojos del viejo que está al lado y le habla y la mesa de billar. El otro lo mira todo el tiempo, le cuenta de un viaje que hizo por Italia en 1953, sin parar de hablar ni siquiera para arrastrar con su mano el sudor en sus bigotes, y así peinarlos como-con-gomina. A Osvaldo le interesa la historia y lo escucha. No por eso deja de ver el partido, deporte que lo apasiona si es con amigos. Sus dos mejores amigos de toda la vida están jugando un partido hace más de cuarenta minutos. El calor es agobiante. Los jugadores a veces lo miran a Osvaldo y saben de sus ganas de irse, y también entienden su respeto por quedarse a verlos y escuchar al otro viejo que sigue contando lo hermosa que es Florencia. El partido no termina y Osvaldo se toma de un trago el vaso de soda que estaba en la mesa. Hace un comentario sobre las películas italianas de los cincuenta pero el otro viejo no lo escucha, porque nunca deja de hablar y habla más alto que Osvaldo. Termina el partido y se van todos, los siete que sentados y parados rodeaban la mesa de billar, a tomar un whisky a la barra. Osvaldo lo toma apurado, sin participar en ninguna de las dos o tres conversaciones que se inician. Pasaba por desapercibido hasta que se hizo un silencio con el ruido que provocó el vaso en la mesa y la silla corriéndose hacia atrás. Algunos notan que está mal aunque no perciben porqué. Otros no, y lo despiden amablemente.

Sale del billar y maldice el calor. La camisa, húmeda, se le pega a la panza. Ni una pizca de viento. Mucha gente de mal humor y un sol radiante que refleja en el cemento caliente. Osvaldo está caminando por la avenida Corrientes intentando descifrar qué pasa por la mente de los que por allí caminan. Hombres en camisa, pantalones largos y zapatos, con cara estática, imitando algún modelo de alguna marca de perfumes en la forma de poner la boca. Una anciana con una niña que grita sin parar. Un mimo al que nadie mira, que no se cansa de sonreír dos veces: con la boca dibujada y con la real. Miles de mujeres iguales, todas con vestidos que no llegan a las rodillas, que empiezan en los hombros, que se aferran a cada una de las ondulaciones corpóreas, que les quedan tan bien. Mujeres de las otras. Un hombre sin brazos ni fuerzas para levantar los párpados escuchando como, de ves en cuando, algún alma que se cree bondadosa le tira una moneda. Niños sin preocupaciones, algunos con helados otros con las ganas. Todo esto multiplicado por uno, dos, mil millones. Y entre tanto Osvaldo mirando, concentrado, tratando de entender algo de todo lo que ve. Camina lento Osvaldo. Avanza siempre con el pie derecho: hace fuerza con la pierna y mueve el zapato unos veinte centímetros, al ratito, y apoyando todo su cuerpo en el bastón, traslada el pie izquierdo la misma distancia. De todas maneras, está apurado. Y traspira. Decide no tomar ningún transporte, va caminando hasta su casa. Largas cuadras le esperan.

En uno de los pasos recuerda el último trago de whisky en la garganta. Se siente incómodo y no sabe por qué. Trata de olvidarse del calor, no puede pero se asegura que no es sólo eso, hay algo más. Mira la hora, la fecha, ningún compromiso: todo en orden. El malestar continúa. Comienza a pensar en la presión, hasta que recuerda haber tomado las pastillas por la mañana. Con una mano toca el bolsillo atrás del pantalón y corrobora que está la billetera. Los metros siguen y lo avergüenza sentirse tan mal y no saber a qué se debe.

Dos gotas de pis se desprenden de la punta del pito de Osvaldo. Sonríe y en el instante se preocupa por no pasar papelones en plena vía pública. No sería la primera vez que se tome un taxi, a las apuradas, para que lo vieran los menos posibles. Al levantar la mirada ve el cartel que, iluminado, le salva el momento de urgencia. Entra al local a gran velocidad, chocándose con las personas, sin pedir permisos ni disculpas, pensando sólo en baño. Baño. Qué palabra. Cada vez que la repetía en su pensamiento las ganas incrementaban. Por cómo suena la palabra y por lo que significa pensar y repetir tantas veces el nombre del lugar en donde se quiere estar: la ansiedad en el corazón y la imagen en la cabeza.

II Mario Cuniev entró al baño después de comerse dos porciones: una mozzarella y una fugaza rellena. Las comió parado, en el siempre-lleno-de-gente hall de la pizzería Guerrín, y las bajó con un vaso de cerveza bien fría. Las escaleras lo habían hecho transpirar mucho. Al entrar, se limpió las manos engrasadas y al vérselas recordó que no había terminado el trabajo que estaba haciendo en la mañana, que interrumpió para ir a comer. Las manos eran una de las pocas partes del cuerpo que Cuniev se veía constantemente, de día y de noche. Trabajando, en su casa, las veía apretar teclas grasosas o reposada en el mouse, la diestra. En los ratos libres, en su casa, también: bailando sobre el teclado o estáticas al borde del monitor. Como pasa tanto tiempo frente a la computadora, comenzó a reacondicionar su casa y su vida alrededor del escritorio. En el escritorio, además de la computadora con todos sus accesorios, están el teléfono, libros y revistas, una heladera pequeña, ropa, una almohada, un televisor, paquetes de galletitas, golosinas y alfajores (muchos sin terminar). En fin, todo lo que muchas personas suelen utilizar a diario.

Agitado, Cuni (como firma sus post’s, y de la manera en que lo reconoce toda la gente que “conoce”, menos su mamá y su tía que toda la vida le dijeron Marito) se sentó en la tabla de madera sin antes fijarse con qué limpiarse. Se llevó el pantalón hasta los tobillos, y aprovechó para bajarse las medias, porque sentía toda la ropa pegoteada. Con el jean se arrugó una revista que llevaba, sin acordarse cómo había llegado allí, en el bolsillo (del) trasero. Agarró la revista y la utilizó para abanicarse, mientras con la otra mano sacudía su gigante remera. Todo era viento (humedad y mal olor) dentro de ese cubículo de noventa por uno veinte. El calor empezó a menguar al tiempo que el aburrimiento se incrementaba, pero poco podía hacer porque las porciones de pizza (o la cantidad de chocolates y chizitos que había comido la noche anterior) lo obligaban a quedarse sentado donde estaba. Comenzó la revista. Era mala, lo sabía, pero no paraba de reírse leyéndola. Optó dejarla, tirándola al piso, porque supo que pronto la mancharía con los restos de lo que fuera que haya salido por su orificio anal. El calor volvió, intenso. Rápidamente se distrajo con las anotaciones que encontró en la puerta y paredes que lo rodeaban. Frases de lo más audaces, alusiones pelotudas (que, según interpretaba Cuni, de tan vacías emanaban complejos sentidos), conversaciones incoherentemente serias, dibujos y mamarrachos de diversos colores, símbolos (interpeladores) cursis, nefastos y grotescos. Todas esas voces, el calor, el alivio (por haber defecado) o el encierro, hicieron alucinar a Cuni. Estuvo poseído por algunos largos minutos, sin poder cerrar la boca ni controlar las gesticulaciones y movimientos que nadie vio. Viajó por lugares hasta entonces desconocidos que al despertar no recordaba. Corrió por un jardín donde sólo había jazmines, hasta que encontró una mesa y se sentó a jugar un truco con Mary, la del almacén, pero ella estaba mucho más rubia y gorda, y a él le gustaba más. Buceó por las mentes de personas que no conocía; y desde ahí pensaba y veía todo lo que ellas, vomitándoles dentro de la cabeza, a algunas, o comiéndoles algo que imaginó masa cerebral, a otras. Al volver en sí se sintió como después de una larga jornada de fiebre. Recuperado, volvió a pasar la vista por alguno de los textos y sonrió, leve aunque satisfactoriamente. Con muchas energías (provenidas no se sabe de dónde) comenzó a arrancar algunas de las hojas de la revista. Se limpió, se subió los pantalones y calzoncillos y al abrir la puerta que lo liberaba de ese encierro salvaje, se vio sudando como nunca pero sin sentir calor.

III Cuniev cerró la puerta con una mano aún en el cinturón y con los ojos en el resto de los ilustres visitantes del recinto. Poco movimiento pero mucha gente. Cuni comenzó a caminar por el pasillo que dejaban hombres que escondían mingitorios de un lado y puertas blancas que escondían inodoros del otro. Quería lavarse las manos, mojarse la cara. No le gustaban esos lugares de espacios reducidos donde circulaban tantos hombres esquivándose miradas y palabras, pero en ese momento estaba pensando en un artículo de la revista que había perdido. En eso estaba cuando vio entrar al viejo Osvaldo y lo sorprendió lo decidido, concentraba, que estaba. Serio, Osvaldo fijó la vista en el único mingitorio libre y hasta allí se dirigió, lento, con la incesante aunque inadvertida mirada de Cuni custodiándolo. Cuni ya estaba detenido cuando Osvaldo apoyó el bastón en la pared y se desprendió el cinturón. Nunca antes había pasado por un momento similar, pero no tuvo tiempo para ponérselo a pensar. Un instante después, Cuni vio a ese hombre de cara a la pared, con la parte de atrás del pantalón arrugada, sin contar el bolsillo izquierdo rígido, por donde se asomaba la gorda billetera. Con la mirada fija en Osvaldo, Cuni fue avanzando cada vez más rápidamente. Los pasos eran largos y su ancha cintura se balanceaba lo suficiente como para rozar los bordes del pasillo por el que seguía avanzando convencido en que esa era la ruta que lo llevaría a la felicidad total. Finalmente, cuando pasaba por detrás de Osvaldo le toco el culo. Había aminorado la velocidad para deleitarse con mayor concentración del momento. El pellizco duró poco pero el placer llegó a todas las partes de su cuerpo. Todos los placeres de su vida estaban contendidos en ese instante. Cada uno de sus sentidos gozaba a más no poder, creando una especie de paraíso interno, limpieza espiritual absoluta, vacío. Cuni separó la mano del calzoncillo de Osvaldo y retomó el veloz ritmo que había abandonado hacía unos segundos. Sorprendido, Osvaldo lo miró, sin dejar de hacer lo había venido a hacer, y le gritó “maricón”. Cuni no se dio vuelva, salió rápido del baño y se perdió en la ciudad, mientras Osvaldo seguía sin entender, mirando para ambos lados, como buscando a alguien que le explicara, buscando algún rostro que haya sido testigo para objetivar la vergüenza.

Aquí el resto.

sábado, 18 de diciembre de 2010

El misterioso Señor B

El Señor B, sentado en un café, se pide un té y dos medialunas. Es viejo desde siempre, tartamudo. Tiene los cachetes finos pero caídos. Los párpados también. Desde la silla le cuesta mirar los ojos del mozo parado tan cerca. Parece siempre cansado. Descansa antes de empezar a hablar, y en el medio. En el descanso piensa y encuentra la palabra justa. Luego siegue y vuelve a parar, a descansar, a pensar, a encontrar y a seguir acertando. Así lo vi la única vez que lo vi. Aunque no lo escuché.

En nada se parece al de los cuentos "Últimos atardeceres en la tierra" o "Días de 1978", entre otros. El señor B no es joven, activo. No toma alcohol ni drogas, no conoce latinoamerica ni le gustan los poetas surrealistas fraceses. Quizás pensándolo un poco más, con detenimiento, prestando atención a ciertos detalles que, en una primera mirada se dejan de lado, se podría afirmar que los dos B, el joven y el viejo, se parecen, muy en el fondo y tal vez en las antípodas de las descripciones que podrían merecer cada uno por separado; eso, las antípodas, los extremos opuestos, los unen en varios sentidos. Pero esa no es la cuestión principal.

Todos lo sabemos, el Señor B siempre se comportó como un viejo, en las actividades, en los gustos, en las maneras de moverse y de vestirse. Siempre fue señor el Señor B, nunca muchacho, ni pibe, ni niño. Pero hay algo llamativo en lo que coinciden todas las personas, incluso las que lo conocen hace casi cien años, a las que le pregunté por él, que tanto me intrigaba. El Señor B usa unas zapatillas topper blancas de cuero con cordones negros muy ajustados. Hay quienes dicen haberlo visto con las mismas zapatillas pero de lona (también con cordones negros), pero son muy pocos y titubean cuando se les pregunta por tiempos y lugares.

Un amigo tiene la teoría de que las personas se definen por su calzado. Insiste con eso cada vez que puede. Que una mina es ligera si tiene tacos finos y altos; que un tipo es inseguro por tener los zapatos relucientes de lustre; que todos los niños que en su calzado llevan escrito su nombre, de grandes, terminan por matar a sus madres; que quienes andan con los cordones sueltos o desatados están más próximos a la libertad, al desapego espiritual, que al compromiso; que cuan más alto es el calzado más bajo es la lucidez intelectual; que la sandalia habla de los problemas con el propio cuerpo; que los que usan los cordones atados en los tobillos se la pasan hablando de sí mismos. Y así mi amigo podría estar toda su vida. Dime lo que calzas y te diré quién eres. Pero con el Señor B esa teoría se te va al carajo, le digo. Para justificarse, sorprendido, a veces dice que es la excepción que corrobora la regla, y otras asegura que no, que justamente las zapatillas demuestran lo que en verdad es. Pero yo no lo entiendo y él no me explica más.

Yo, cuando lo vi, como un boludo, no le miré los pies. Todos los que se los miraron, aunque no coincidan en lo que vieron, hablan de belleza. Estoy casi seguro de que usa topper, pero lo que más me intriga ahora es por qué y qué quiere decir eso. ¿Será cierta aquella teoría y el Señor B nos engaña a todos mostrándose de una manera y siendo de otra? Porque, según mi amigo, los que usan topper, lejos de parecerse al Señor B, son bondadosos y dados en las relaciones sociales.

Otra gente estaba con él. Un joven escritor argentino con más presente que futuro: menos promesa que realidad. En la mesa, además, se encontraba el autor nunca reconocido, con los mismos años que el Señor B pero con muchísimos menos ojos que lo miren. El autor de moda pero de calidad, la última joyita de los hombres que quedan en el mundo de las letras nacionales, reconocido por todos, estaba ahí sentado, también. Y, por último, la mujer de éste y consagrada por ser la primera mujer en ganar el Premio K. Todos ellos hablando muy fuerte, todos nosotros los escuchábamos. Pero nadie sabía de qué hablaban. Eran como gritos descoordinados. Por eso todos lo vimos a Él y de ahí que volví siempre al bar a hablar sobre aquella tarde en que lo vimos. Porque el resto de los presentes, habitués y visitantes casuales, también lo vieron. Ellos me podían dar más datos, incrementar información sobre el Señor B. Pero pocos dicen haberle visto los pies aunque todos coincidamos en las características sobre su personalidad y aspecto físico, de los que ya hablé y poco me importan. Mi investigación, hoy en día, se basa menos en el Señor B que en su calzado. Todos sabemos que algo esconde, estoy convencido de que el misterio que de Él se desprende no está en su obra sino en develar el enigma de sus zapatillas. La solución del misterio es más compleja que el misterioso Señor B.

sábado, 28 de agosto de 2010

El ciudadano

me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo

  1. Camus

Es muy cruel y, al mismo tiempo, muy interesante, ver como se (pre) juzga a un hombre por diferente.

Es que, entre la pereza y el hábito, él habla otro idioma, es forastero; o nadie lo entiende al doblar en la esquina, al salir del supermercado chino con tres bolsas en la misma mano, es un incomprendido más, saludando al chofer del bondi o escupiendo en la vereda, es, pues, único al tiempo refleja a uno más del montón, ríe y llora borracho y pocas veces es él, es ese montón de únicos que vemos apretujarse, hablarse, tocarse el timbre, amarse sin cesar de pestañear o hablar cosas intrascendentes. Hallamos, entre todos, uno de esos interesantes personajes que sólo se encuentran en relatos donde las interpretaciones finales son tan distintas como las personas que las hacen, en un antiguo café o en el banco de un parque. Es tantos como lecturas que de él se hagan. Así, algunos creen entenderlo y ríen y otros no, ni siquiera, pero a él esto no le importa, o eso dice, y con su discurso no hace más que incrementar su soledad, sería difícil asegurar que hay quien lo comprende pero más difícil lidiar con su seria postura de simpático amigo, hijo, novio. Por momentos le sobran deseos de asegurar que es como todo el mundo y se ríe, no por él sino por todos los que lo ven más todos los que ve. No le importa ser un clásico de la literatura. Claro, soledad y muerte, ¿qué más? Es y va a seguir siendo así, para los que lo quieren y para los que no, hasta que su cabeza ruede por el piso o logre salvarse de la guillotina o el paredón y tiempo después todos lo olviden. Es y ha sido un hombre feliz, y esa es la mayor tristeza que un hombre puede llevar en su interior. Y aunque más sean los que meten sus manos en los bolsillos, caminan sonriendo con los labios apretados, con la mirada alta y perdida en una tarde soleada de invierno por la ciudad, y aun imitando los momentos que él asegura mágicos, no lo entienden, los que calzan su zapatilla y confirman con la cabeza la comodidad del pie en su lugar o andan descalzo por la casa o se sacan una cascarita y se lamen la sangre o abren un libro para ponerse a pensar en las contradicciones que existen en las vestimentas de la gente que anda por la calle hasta que llegan a su parada sin haber leído una línea, esos, se les nota, creen que existe en él una ausencia de sentimientos, es un hombre que siente, claro, no es un insensible o un hombre vacio de corazón, como se lo juzga, sólo que tiene otras maneras, y eso lo admiten pero no lo entienden, cosa que, en definitiva, lo hace ser como es, vivir al tiempo que lo angustia y desespera. Lo que pasa es que, al contrario de muchos otros, admite y se resigna a aquello que siente. Y esta resignación y aquella indiferencia son lo que lo condenan en esta sociedad, vestidos de azul, de negro o desnudos. Así operan las relaciones en nuestras sociedades occidentales, dentro de hospitales y escuelas, desde hace mucho tiempo atrás, él lo sabe. Quien viva dentro de ciertos parámetros culturales más o menos parecidos va a entender que no tuvo intenciones de matar al boliviano, pero no le dejaría de sorprender que asegure que lo mató por causa del sol, de los desniveles del piso, del empujón de aquel gitano que nadie conoció, o cualquiera de las interminables razones que argumentó.

De todas maneras, no espera nada de nadie; y eso es bueno amén de que en el fondo le preocupe. Para él son todos los días lo mismo, es el acostumbramiento reconocido, y mucho que lo honra. Tan común en nuestras cotidianidades y tan poco admitido, se enoja. Esto aparece también en otras personas cercanas, como su vecino Fitolinco. También en la tía, quien tiene la idea, y la repite a menudo, descaradamente, mientras la cajera dice que sí y quizás le sonríe o mira para atrás para hacer vaya a saber uno qué gesto, de que uno acaba por acostumbrarse a todo. Ese es un modo de vida que lo caracteriza. Se acostumbra a estar con algunas personas, a no fumar cuando se lo prohíben, a ver en las idiosincrasias de las personas que se lo llevan por delante en la calle Florida rasgos de su propia vida, a la que posiblemente lleve cuando quiera cambiarla, a saludar cuando las condiciones lo obligan, a atarse los cordones y ajustar hasta que quede del mismo largo lo que sobra de cada cordón, a caminar por la vereda, a sonreírle a las viejas y hablarle con respeto a los adultos, a quedarse (o no irse) cuando no queda otra, etcétera. Ya hacia el final se acostumbró a la idea de que iba a morir pronto y tal vez hubiera sufrido sí, por alguna razón, se salvara. Aunque al tiempo volvería a acostumbrarse a la idea de vivir, en el fondo no existe idea a la que uno no termine acostumbrándose.

Por Mano

Hallar

Debe ser ve ver, así, con u ve. Todos estos meses entendió mal. Y bebió. Sin parar, mucho, sin soda, de más, bebió. Beber, le dijo o entendió que le dijo, que para los últimos meses es lo mismo. Qué importa lo que dijo, importa lo que entendió hasta que entendió, por fin, y se puso a verla ver.

miércoles, 21 de julio de 2010

Viajar a ninguna parte

Arranca la viajera el rumbo, traza el destino de un día hacia dónde y hacia cómo, sin saber queriendo. Rompe ella el recuerdo del ayer en viaje, mira la muñeca sin reloj y sigue en flote.

Va. No mira para atrás pero sí para los costados y ahí resuelve enamorarse, jugar, descubrir. No falta menos nunca. No viaja por llegar sino por ir. Sigue esperando y escribiéndolo mientras se asoma a inalcanzables cicatrices. Vuelve a la montaña para verlo en el mar, al bosque para escucharlo en cascadas, al desierto para contarlo y encontrarlo muerto. Y cuando vuelve sigue. Está segura, cuando se viaja se sueña y cuando se sueña se busca. Imaginando encuentra y por eso va. Sueña, imagina y busca otra cosa, otro mundo. Viajando lo encuentra y también lo pierde. Por eso a veces para y escucha los silencios.

Una heroína va. Sola va. En la nada va. No se cansa, sigue. Busca y encuentra los colores y escucha las melodías en viaje. Pero los colores se mueven y las melodías son infinitas. Por eso va y no para; o para para seguir yendo y está quieta en varios lugares al mismo tiempo.

En la noche piensa en el posible silencio de renuncia voluntaria, en volver o simplemente en seguir sin pensar. Pero siempre termina por pensar soñando. Y en la imaginación desaparece, sigue en búsquedas que son viaje. Y a ustedes qué carajo les importa si va o si vuelve al viajar. Y eso le retuerce el hígado y la ata a recuerdos que creía rotos, a rostros que siempre supo que no podría olvidar. Porque a nadie le interesa, y por eso viaja. Llega a sus manos sólo para irse y él lo sabe. Se ríe viajando y enumera los motivos de asco por las ciudades y las idiosincrasias de la gente que las ocupan.

Al otro día despierta, llega y sigue viajando, buscando o imaginando…

Por Mano

jueves, 25 de marzo de 2010

Sentada en la nube

Empezó a correrlo, se le iba. Estaba bastante lejos y apurado.
El agua serena, calma, indiferente, como si no quisiera estar ahí, lo distraía, naranja, marrón y, recién después, antes de horizonte, se hacía muy azul o verde. Le sonrojaba la idea de tomarse todo el agua del río, ¿cómo sería? Habrá millones y millones, llegarán hasta el centro de la tierra, se preguntaba, cuántos años se tardará en contar todos los copos de arena. Desde acá no se diferencian, parecen todo uno, que va cambiando velozmente de color y consistencia. Se ve como cuando anda en bicicleta, siempre a la misma distancia. Seguía corriendo fuerte y la arena que fue negra, amarilla, cada vez era más blanca y fría.

A medida que corría se alejaba, por rotación creo, y él parecía que entraba cual moneda de oro en ranura de alcancía. Un niño sentado con las piernas estiradas en la arena lo siguió con sus ojos redondos, gigantes, cuanto estuvo a su alcance. Con una palita en la mano, la madre le decía algo mientras él movía el chupete entre los finos labios, preguntándole a él si sabía que los reyes magos saben que sabemos que no existen. Le contestó que no y el niño le dijo algo así como que detestaba que su madre (dijo “madre”) use el diminutivo todo el tiempo. Quedate a charlar un rato, pero ya estaba a unos cien metros. Pensó que no había nubes pero vio una, justo sobre el crepúsculo. Rápido miró el resto del cielo, celeste como nunca. Estaba la luna echando al sol, engordándose de risa blanca. Por más que bajó la cabeza, volvió a la arena, a las ramas traídas por la mar, a las incontables huellas; por más que sus ojos mostraban la concentración que se necesita para imaginarse todas las historias posibles que envuelve ese mundo cada vez más blando a sus pies; y por más que su mirada se fijase en algunas piedras u ostras de colores inverosímiles, su cabeza seguía en el cielo. En lo raro de aquella nube.
Sentada con las piernas cruzadas, con pantalones azules, gastados, casi blancos en las rodillas. Ahí arriba, sí, sentada, pensando quizás en cuándo se iba a decidir a mirarla o, ya teniendo esa certeza, con la cabeza en otro lado. Pero mirándolo, siempre y fijo. Apurada, radiante, algo molesta, se la veía cómoda, pero queriendo algo más. Casi no se movía, le sentaba muy bien la pose pero más aún la nube sosteniéndola flotar. Estaba riéndose como si ese gesto se le despertara al verlo moverse o hablar solo, parada al lado de la cama o de pensarse riéndose por verlo desde ahí, señalándole otra nube, una más grande, más arriba.
Y él entre sueño y vigilia. En ese momento en que se sigue durmiendo pero que ya se es conciente de que se está en un sueño. Viéndose a sí mismo corriendo en la playa o durmiendo en la cama, como en tercera persona, diciéndose (no sé si en voz alta o no), por un lado que no quiere despertar y, por el otro, asombrado, divertido, viéndola, qué hacés sentada ahí arriba.
Con esa sonrisa que brota cuando lo inesperado, la siguió mirando, pero de reojo. Seguía igual de iluminada por más que allí abajo estaba cada vez más oscuro. Movía en traslados cortos y veloces el pie de la pierna que cruzaba por enzima de la otra, mirándolo, claro, ¿y?, con las cejas levantadas y las dos manos en una rodilla.
Habrá seguido ahí por un rato más o una eternidad, pero el sol ya se le había escapado, o despertó, y no la vio más.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Encuento

o la sorpresa de escribir
I
Una vez más llegué. Otra vez el calor y las lecturas.
II
No sé si debería volver a ir a ese sitio. Las emociones que allí he vivido son muy fuertes, siempre termino por irme rápido para escribir lo ocurrido con la transpiración aun en la frente, con los pelos de los brazos aun erizados, con las risas que de a momentos, ahora, por ejemplo, se me escapan sin pedir permiso. Es más difícil que simplemente recordar, pues es como si todavía lo estuviese viviendo, sino pregúntenle a mis dedos que todavía siguen temblando y errándoles a las teclas.

III

Me tortura la postura, bastante contradictoria por cierto, de que el amor si no es mutuo sirve de nada. Creo que esa es la lección que mi cabeza, a través de la razón, le quiere imponer a algunos de mis lados sensibles; los cuales, por sensibles, claro, las más de las veces emblandecen en sus posturas. Ya veo por qué en este momento me estoy acordando, un poco tarde, que su amor es prohibido por imposible.
IV

Pensándolo bien. Sí, se podría decir que no sé si quiero volver a ese lugar porque cada vez que voy la paso muy, pero muy, bien. Nunca llega lo que esperás y te sorprende lo impensado. No estoy seguro, pero creo que me enamore todas las veces que fui. Sé que no quiere decir mucho esto, pero tampoco se me ocurre cómo explicar por qué no sé quiere volver a un lugar que nunca te defraudó. Es como no querer hacer un pacto con una persona por saberla buena, honesta y solidaria.

V

Sería maravilloso tener la filmación de mi cara en el momento que la veo. Qué graciosa habrá sido, cómo me lamento de que sea ella y no yo, y no cualquier otro u otra, el o la que la viera.

VI

Mi enamoramiento se incrementa al mismo tiempo que su belleza y que todo lo de incoherente que tiene esta situación. Es que cada día estoy más enamorado, ella está cada vez más linda y esas dos cosas cada vez tienen menos sentido. En cambio, las posibilidades de que estemos juntos algún día, y otra vez la razón, son inversamente proporcionales a las otras tres cosas, al amor, a la belleza y a la incoherencia.

VII

Mis pensares no serían negativos si en ellos encontrara otra cosa que no sea la certeza de su indiferencia. Si no estuviese seguro de que ya olvidó este momento, para mí, eterno.

VIII

No era necesario que me haga advertir su presencia. Todo hubiese estado bien para mí si no llamaba mi atención. Si pasaba de largo, quizás percatándose de que yo estaba ahí y era curioso verme, pero sin interrumpirme la concentrada lectura que por el recuerdo insistente de su sonrisa tuve que abandonar después de verla. Su gesto, que supongo impulsivo por lo inhabitual de la situación, sus innumerables ojos verdes gigantes fijándose en los míos o en mi boca imposible de cerrar, bastaron tanto para mí como me hubiese llenado uno de sus siempre imaginables y concretos sólo en sueños, besos. Es que sus ojos y sus labios son igual de indescriptibles, pero si hablo de alguno no quedan palabras para el otro. Por eso, y creo que porque fue lo único que llegué a ver, supongo que hablo sólo de sus ojos. Si es posible imaginarse de alguna manera a Remedios, la bella, aquella que con su hermosura mató a más de uno en Macondo, yo la imaginaría con el rostro de ella.

IX

¿Habrá paz en sus pupilas?

X

Que alguien se imagine imaginándose la imaginación de un gran escritor latinoamericano. El que logre ese estado diría, claramente, que se necesita de mucha concertación y que además se vuelve difícil volver a la realidad repentinamente una vez que se está en ese clima.
Que cualquier persona diga quinientos nombres de personas con las que crea que puede llegar a encontrarse en el lugar que se encuentra en este momento. Cinco minutos antes de que viera sus ojos, yo no la hubiese nombrado.
Que alguna persona señale a otra al azar y le ordene leer un libro sin letras, en blanco. Ahí mi imposibilidad de seguir leyendo después de verla.
Que cada uno de los que lean esto se imagine a menos de un metro de lo que más quiere en la vida, pero sin poder vulnerarlo. Tan inalcanzablemente cerca me sentí yo.
Que todos los anteriores pregunten a todos sus conocidos qué harían, qué le pedirían, a Dios si lo vieran por dos segundos.
Que el más olvidado y dolorido de los seres humanos me diga cómo sería feliz. Estoy seguro que su respuesta terminaría en los ojos de ella, coincidiendo con el deseo del más afortunado y feliz que exista.
Que se hagan comisiones de sabios y eruditos del mundo y que me expliquen, en la cantidad de tiempo que ella estaba frente a mí, qué es la belleza. Sólo si lo logran sin usarla a ella de ejemplo tendrán mi consentimiento de sabios y eruditos.
Que el más sordo de este mundo escuche qué le dice el sol al oído, que al mismo tiempo yo, sin escuchar, coincidiré escribiendo el nombre de ella en un papel.
No sé como describir mi sorpresa, mi manera de no reaccionar.

XI

Es de cobarde, pero también es por no saber cómo demostrar valentía.Lo inútil de mi explicación se simplifica entendiendo que las palabras son eternas, pero esos ojos no.

miércoles, 6 de enero de 2010

Trillizas

Yo creí que tus ojos anegaban el mundo...
D. A.

Una vez, en Uruguay, me crucé con el único hombre que sabía de la existencia de las trillizas, aquellas que ni la madre lo supo nunca. Cada una esperó la muerte de otra para nacer. De la primera muchos no saben de su paso por el mundo, y de los pocos que saben hay bastantes que prefieren no saber. De la del medio nadie tiene rastros, no se sabía si había nacido hasta que se supo que había muerto porque nació la tercera. La tercera está siendo.
Muchas personas quizá conocieron -aunque lo dudo- a cada una de estas tres señoritas pero yo me crucé con la única persona que sabía que eran trillizas, me decía, por sus ojos, ¿sabés? Y a mí no me costaba imaginarme a estas tres generaciones con ojos iguales, así que estaba dispuesto a seguir escuchando. Él no conocía a la del medio, a la tercera la vio una vez en Buenos Aires cuando ella era muy chiquita y otra vez, no hace mucho, en algún balneario uruguayo –no me quiso decir cuál- y a la primera la conoció poco antes de que muriese, pero siempre la siguió escuchando. Me aseguró que yo era al primero y al único que le contaba esta historia cerrando la frase con un misterioso, por algo es, y vos sabés muy bien por qué. Claro que yo, aun hoy, no tengo ni idea de por qué. Dejó de ser uno sólo el que sabía de este parentesco y pasamos a ser dos. Y pasaron a ser todos los que lean esto o escuchen sobre esta escritura que pudo ser divulgada sólo cuando este amigo mío –sabía que te iba a encontrar a tiempo, amigo, me decía una y otra vez, a cada silencio más o menos prolongado- me lo permitiera con su muerte, te vas a dar cuenta, decía, y tosía como un desgraciado o como quien ya puede descuidar su salud, habiendo cumplido con su quehacer en esta tierra. Hace unos días un corazón que venia latiendo feliz por ciento ocho o ciento diez años, calculo yo, dijo basta. Yo lo sentí en el mío y me puse a escribir.



Hacía mucho que no me ponía a pensar en esto. En él y en ellas. Los misterios y maravillas de cada uno, sus muertes, sus vidas, los seis ojos, los últimos días de aquel amigo que me encontró a tiempo, según dijo. De la del medio nada sé, nada me contó el buen hombre. Aunque no la conoció sé que algo sabía pero, creo yo, no me quiso contar. Imaginé que no estaría de acuerdo con la vida que ella llevaba, que no era digno de opacar esta fascinante historia, aquellos ojos, con la historia de su vida, de la del medio, de la única de las tres que no vivió un cambio-de-siglo. Quizás el viejo esperaba que algún otro encuentro nos viera cruzando palabras y esperaba para entonces hablarme de la del medio. En fin. De la que sí me contó, y con mucho entusiasmo, fue de la primera. No podía creer que hoy en día alguien me hable de aquellos años, para mí sólo existentes en libros, archivos y relatos. Relatos como el que yo estaba escuchando pero con una generación en el medio, de nexo, claro.
Pero no. Estaba ahí, me lo contaba mirándome a los ojos, me lo acuerdo clarito. Más que nada a sus palabras rasposas, a veces indescifrables, y a su boca. Ya su boca. El viejo, mi amigo, entre palabra y palabra se acomodaba los pocos dientes que le quedaban moviendo la mandíbula de izquierda a derecha. Debes en cuando, cuando la pausa se hacía algo prolongada, sacaba la lengua cual serpiente para refrescarse los labios, luego se mordía el inferior y hacía como que mascaba vaya uno a saber qué. Tragaba saliva, sonreía moviendo la cabeza como afirmando algo –afirmando que efectivamente era yo, supongo- y me decía, sabía que te iba a encontrar, amigo. Tenía bigotes blancos, recién crecidos, como de dos o tres días sin afeitar. En los primeros minutos no escuche o no entendí lo que decía, sólo miraba su boca, me llamaba mucho la atención. Creo que se dio cuenta, dejo de hablar un momento hasta que lo miré a los ojos. Recién ahí siguió con lo que decía. Igual, no por mucho tiempo nuestros ojos se miraron entre sí, pues en mi esfuerzo por escucharlo, por entenderlo, no podía dejar de mirar su boca. Recuerdo que lo que primero le escuché fue -apenas lo miré a esos inolvidables ojos negros cubiertos casi en tu totalidad por párpados caídos, pesados los años, y arrugas que venían de alturas que lo superaban-, escucha bien, ¿querés?, te digo que te va interesar, pibe. Desde ese momento no hice más que escuchar sus ojos, ver su boca y sentir sus palabras.
Cómo le brillaban los ojos cuando hablaba de Delmira, la primera, me decía. Habló un largo rato de su belleza y a mí me pareció que estaba describiendo a un alma sin cuerpo o a las noches más románticas de su vida o el colage impecable de lo mejor de cada mujer que haya visto en sus largos amaneceres o simplemente un pelo negro, largo, recogido, una nariz deliciosa con una pera en composé, formando curvas perfectas en su rostro, y unos ojos que lo abarcaban todo y que creí que me miraban, y me avergoncé. Pero más aún se detuvo en las palabras de la primera. Delmira, decía. Qué gratificados los oídos que la hemos escuchado, afirmaba, y a mi me parecía raro que él la recuerde con tan pocos años, y hace tantos. Lo cierto es que cuando comenzó a hablar de sus palabras, y de su voz, dejó de mirarme a los ojos, la vista se le fue por arriba de mi rostro, se perdió mucho más atrás de donde yo estaba. Miraba al cielo, creo. Vamos más lejos en la noche, vamos donde ni un eco repercuta en mí, como una flor nocturna allá en la sombra me abriré dulcemente para ti. Palabras más, palabras menos, y con la voz muy cambiada, eso fue lo que dijo. Muy lentamente y mientras uno de sus ojos soltaba una delgada gota que fue rodando hasta precipitar en el mentón. Cuando terminó, volví a ver sus ojos, encontré allí al cielo y me percaté que era de noche.
Se quedó un tiempo en esa posición como escuchando alguna respuesta venida de algún lugar. Luego bajó la mirada hasta el piso, tosió un par de veces, se pasó la mano por los ojos y bigotes y me miró. Sentí que no esperaba que espere más nada de él. Me había dejado sin palabras y no sabía como pedirle que me cuente más. Se dio vuelta y se empezó a alejar lentamente. Quedé paralizado unos segundos luego apuré el paso hasta alcanzarlo. ¿Y la tercera?, dije como para hacer notar mi interés. Él se dio cuenta de mi desesperación y me dijo, la ves más que yo, te falta conocerla, mirarla por dentro, asomarte a sus ojos.
Ahí sí que quedé inmóvil, sabía que no había más de que hablar pero vomité un cómo es tu nombre. Eros, susurró.
No volví a verlo. Sus palabras, mi recuerdo, más bien creo que su muerte, me hace pensar en la tercera. La veo en sueños pero cuando despierto no la puedo recordar. Cuando desde el insomnio escriba supongo que sabremos más de la que está siendo, supongo que me enamoraré.

domingo, 3 de enero de 2010

O céu de Camboriú (de aguas y colores)

Llueve mucho acá, en Brasil. Mucho, mucho llueve. Pero acá llueve tanto el cielo para que no se gaste de tanto ser mirado. Hoy, además de llover, también paró. Así que todos salimos fuera de los techos para poder mirarlo. Los pocos que no estaban bajo techo desaceleraron su andar y mucho tropezaron por mirarlo. Después de tantas gotas, el cielo se dejó ver. Ahí estaba y acá abajo se reflejaba en ojos y aguas. Si sólo para ese cielo el tiempo se hubiese detenido en ese momento yo envejecía viéndolo. Ya me dolía el cuello de mirarlo pero no quería bajar la cabeza hasta terminar de contar los colores que en él había. Maravillados en silencio lo veíamos todos: plantas, pájaros, personas, mar, viento. Todos en silencio escuchándolo callar.

Anocheció antes en el cielo que acá. Se me cayeron los párpados de tanto no pestañar para verlo. Una luz no me dejó seguir mi siesta tardía pero cuando desperté todo seguía en la misma calma. La luna brillaba como si todas las luces artificiales de todas las noches de todos los mundos estuviesen apagadas o apuntando hacia ella. No había estrellas fugaces, pues supongo que ninguna quería irse de este cielo y todas elegían quedarse congeladas allí arriba. Las pocas nubes que había pasaban por debajo o cerca de la luna, se las veía divertidas, jugando a ver quién llegaba última a ningún lugar. Ni con compás hubiera sido posible dibujarla tan redonda. La luna blanca con manchas grises, se colaba por entre las ramas y las hojas de la inmensa vegetación y llegaba hasta los rinconcitos más oscuros para dar una sombra iluminada por más luna. Todo lo abarcaba ella. Ese era su único apuro, el de alumbrar. El mío, en cambio, era por quedarme ahí, acá, y por escribir esto para recordar este cielo, ya no sólo cuando cierro los ojos, sino también cuando mis ojos, y los de quien los condimenten con mucha imaginación, pasen por estas palabras. Me apuré y ya llegué al final, pero ella sigue de prisa llegando sin parar.


Aquí el resto.