“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

miércoles, 6 de enero de 2010

Trillizas

Yo creí que tus ojos anegaban el mundo...
D. A.

Una vez, en Uruguay, me crucé con el único hombre que sabía de la existencia de las trillizas, aquellas que ni la madre lo supo nunca. Cada una esperó la muerte de otra para nacer. De la primera muchos no saben de su paso por el mundo, y de los pocos que saben hay bastantes que prefieren no saber. De la del medio nadie tiene rastros, no se sabía si había nacido hasta que se supo que había muerto porque nació la tercera. La tercera está siendo.
Muchas personas quizá conocieron -aunque lo dudo- a cada una de estas tres señoritas pero yo me crucé con la única persona que sabía que eran trillizas, me decía, por sus ojos, ¿sabés? Y a mí no me costaba imaginarme a estas tres generaciones con ojos iguales, así que estaba dispuesto a seguir escuchando. Él no conocía a la del medio, a la tercera la vio una vez en Buenos Aires cuando ella era muy chiquita y otra vez, no hace mucho, en algún balneario uruguayo –no me quiso decir cuál- y a la primera la conoció poco antes de que muriese, pero siempre la siguió escuchando. Me aseguró que yo era al primero y al único que le contaba esta historia cerrando la frase con un misterioso, por algo es, y vos sabés muy bien por qué. Claro que yo, aun hoy, no tengo ni idea de por qué. Dejó de ser uno sólo el que sabía de este parentesco y pasamos a ser dos. Y pasaron a ser todos los que lean esto o escuchen sobre esta escritura que pudo ser divulgada sólo cuando este amigo mío –sabía que te iba a encontrar a tiempo, amigo, me decía una y otra vez, a cada silencio más o menos prolongado- me lo permitiera con su muerte, te vas a dar cuenta, decía, y tosía como un desgraciado o como quien ya puede descuidar su salud, habiendo cumplido con su quehacer en esta tierra. Hace unos días un corazón que venia latiendo feliz por ciento ocho o ciento diez años, calculo yo, dijo basta. Yo lo sentí en el mío y me puse a escribir.



Hacía mucho que no me ponía a pensar en esto. En él y en ellas. Los misterios y maravillas de cada uno, sus muertes, sus vidas, los seis ojos, los últimos días de aquel amigo que me encontró a tiempo, según dijo. De la del medio nada sé, nada me contó el buen hombre. Aunque no la conoció sé que algo sabía pero, creo yo, no me quiso contar. Imaginé que no estaría de acuerdo con la vida que ella llevaba, que no era digno de opacar esta fascinante historia, aquellos ojos, con la historia de su vida, de la del medio, de la única de las tres que no vivió un cambio-de-siglo. Quizás el viejo esperaba que algún otro encuentro nos viera cruzando palabras y esperaba para entonces hablarme de la del medio. En fin. De la que sí me contó, y con mucho entusiasmo, fue de la primera. No podía creer que hoy en día alguien me hable de aquellos años, para mí sólo existentes en libros, archivos y relatos. Relatos como el que yo estaba escuchando pero con una generación en el medio, de nexo, claro.
Pero no. Estaba ahí, me lo contaba mirándome a los ojos, me lo acuerdo clarito. Más que nada a sus palabras rasposas, a veces indescifrables, y a su boca. Ya su boca. El viejo, mi amigo, entre palabra y palabra se acomodaba los pocos dientes que le quedaban moviendo la mandíbula de izquierda a derecha. Debes en cuando, cuando la pausa se hacía algo prolongada, sacaba la lengua cual serpiente para refrescarse los labios, luego se mordía el inferior y hacía como que mascaba vaya uno a saber qué. Tragaba saliva, sonreía moviendo la cabeza como afirmando algo –afirmando que efectivamente era yo, supongo- y me decía, sabía que te iba a encontrar, amigo. Tenía bigotes blancos, recién crecidos, como de dos o tres días sin afeitar. En los primeros minutos no escuche o no entendí lo que decía, sólo miraba su boca, me llamaba mucho la atención. Creo que se dio cuenta, dejo de hablar un momento hasta que lo miré a los ojos. Recién ahí siguió con lo que decía. Igual, no por mucho tiempo nuestros ojos se miraron entre sí, pues en mi esfuerzo por escucharlo, por entenderlo, no podía dejar de mirar su boca. Recuerdo que lo que primero le escuché fue -apenas lo miré a esos inolvidables ojos negros cubiertos casi en tu totalidad por párpados caídos, pesados los años, y arrugas que venían de alturas que lo superaban-, escucha bien, ¿querés?, te digo que te va interesar, pibe. Desde ese momento no hice más que escuchar sus ojos, ver su boca y sentir sus palabras.
Cómo le brillaban los ojos cuando hablaba de Delmira, la primera, me decía. Habló un largo rato de su belleza y a mí me pareció que estaba describiendo a un alma sin cuerpo o a las noches más románticas de su vida o el colage impecable de lo mejor de cada mujer que haya visto en sus largos amaneceres o simplemente un pelo negro, largo, recogido, una nariz deliciosa con una pera en composé, formando curvas perfectas en su rostro, y unos ojos que lo abarcaban todo y que creí que me miraban, y me avergoncé. Pero más aún se detuvo en las palabras de la primera. Delmira, decía. Qué gratificados los oídos que la hemos escuchado, afirmaba, y a mi me parecía raro que él la recuerde con tan pocos años, y hace tantos. Lo cierto es que cuando comenzó a hablar de sus palabras, y de su voz, dejó de mirarme a los ojos, la vista se le fue por arriba de mi rostro, se perdió mucho más atrás de donde yo estaba. Miraba al cielo, creo. Vamos más lejos en la noche, vamos donde ni un eco repercuta en mí, como una flor nocturna allá en la sombra me abriré dulcemente para ti. Palabras más, palabras menos, y con la voz muy cambiada, eso fue lo que dijo. Muy lentamente y mientras uno de sus ojos soltaba una delgada gota que fue rodando hasta precipitar en el mentón. Cuando terminó, volví a ver sus ojos, encontré allí al cielo y me percaté que era de noche.
Se quedó un tiempo en esa posición como escuchando alguna respuesta venida de algún lugar. Luego bajó la mirada hasta el piso, tosió un par de veces, se pasó la mano por los ojos y bigotes y me miró. Sentí que no esperaba que espere más nada de él. Me había dejado sin palabras y no sabía como pedirle que me cuente más. Se dio vuelta y se empezó a alejar lentamente. Quedé paralizado unos segundos luego apuré el paso hasta alcanzarlo. ¿Y la tercera?, dije como para hacer notar mi interés. Él se dio cuenta de mi desesperación y me dijo, la ves más que yo, te falta conocerla, mirarla por dentro, asomarte a sus ojos.
Ahí sí que quedé inmóvil, sabía que no había más de que hablar pero vomité un cómo es tu nombre. Eros, susurró.
No volví a verlo. Sus palabras, mi recuerdo, más bien creo que su muerte, me hace pensar en la tercera. La veo en sueños pero cuando despierto no la puedo recordar. Cuando desde el insomnio escriba supongo que sabremos más de la que está siendo, supongo que me enamoraré.

1 comentario:

Butterfly dijo...

Hola Mano! recién hoy visité mi blog y leí con desagrado el comentario *anónimo* que escribieron.
Es un ex amigo,*Profesor en Letras*, que vive muy resentido con la existencia y que evidentemente tiene tiempo libre para leernos a los que *escribimos tan mal*.
Te saludo y me disculpo por el desagradable episodio...nunca me había pasado..
Esa entrada fue suprimida y te agradezco una vez mas tu visita!
A veces hay que volar mas alto que los cuervos, para ver mejor el panorama.
saludos y buena semana!