“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

sábado, 28 de agosto de 2010

El ciudadano

me abría por primera vez a la tierna indiferencia del mundo

  1. Camus

Es muy cruel y, al mismo tiempo, muy interesante, ver como se (pre) juzga a un hombre por diferente.

Es que, entre la pereza y el hábito, él habla otro idioma, es forastero; o nadie lo entiende al doblar en la esquina, al salir del supermercado chino con tres bolsas en la misma mano, es un incomprendido más, saludando al chofer del bondi o escupiendo en la vereda, es, pues, único al tiempo refleja a uno más del montón, ríe y llora borracho y pocas veces es él, es ese montón de únicos que vemos apretujarse, hablarse, tocarse el timbre, amarse sin cesar de pestañear o hablar cosas intrascendentes. Hallamos, entre todos, uno de esos interesantes personajes que sólo se encuentran en relatos donde las interpretaciones finales son tan distintas como las personas que las hacen, en un antiguo café o en el banco de un parque. Es tantos como lecturas que de él se hagan. Así, algunos creen entenderlo y ríen y otros no, ni siquiera, pero a él esto no le importa, o eso dice, y con su discurso no hace más que incrementar su soledad, sería difícil asegurar que hay quien lo comprende pero más difícil lidiar con su seria postura de simpático amigo, hijo, novio. Por momentos le sobran deseos de asegurar que es como todo el mundo y se ríe, no por él sino por todos los que lo ven más todos los que ve. No le importa ser un clásico de la literatura. Claro, soledad y muerte, ¿qué más? Es y va a seguir siendo así, para los que lo quieren y para los que no, hasta que su cabeza ruede por el piso o logre salvarse de la guillotina o el paredón y tiempo después todos lo olviden. Es y ha sido un hombre feliz, y esa es la mayor tristeza que un hombre puede llevar en su interior. Y aunque más sean los que meten sus manos en los bolsillos, caminan sonriendo con los labios apretados, con la mirada alta y perdida en una tarde soleada de invierno por la ciudad, y aun imitando los momentos que él asegura mágicos, no lo entienden, los que calzan su zapatilla y confirman con la cabeza la comodidad del pie en su lugar o andan descalzo por la casa o se sacan una cascarita y se lamen la sangre o abren un libro para ponerse a pensar en las contradicciones que existen en las vestimentas de la gente que anda por la calle hasta que llegan a su parada sin haber leído una línea, esos, se les nota, creen que existe en él una ausencia de sentimientos, es un hombre que siente, claro, no es un insensible o un hombre vacio de corazón, como se lo juzga, sólo que tiene otras maneras, y eso lo admiten pero no lo entienden, cosa que, en definitiva, lo hace ser como es, vivir al tiempo que lo angustia y desespera. Lo que pasa es que, al contrario de muchos otros, admite y se resigna a aquello que siente. Y esta resignación y aquella indiferencia son lo que lo condenan en esta sociedad, vestidos de azul, de negro o desnudos. Así operan las relaciones en nuestras sociedades occidentales, dentro de hospitales y escuelas, desde hace mucho tiempo atrás, él lo sabe. Quien viva dentro de ciertos parámetros culturales más o menos parecidos va a entender que no tuvo intenciones de matar al boliviano, pero no le dejaría de sorprender que asegure que lo mató por causa del sol, de los desniveles del piso, del empujón de aquel gitano que nadie conoció, o cualquiera de las interminables razones que argumentó.

De todas maneras, no espera nada de nadie; y eso es bueno amén de que en el fondo le preocupe. Para él son todos los días lo mismo, es el acostumbramiento reconocido, y mucho que lo honra. Tan común en nuestras cotidianidades y tan poco admitido, se enoja. Esto aparece también en otras personas cercanas, como su vecino Fitolinco. También en la tía, quien tiene la idea, y la repite a menudo, descaradamente, mientras la cajera dice que sí y quizás le sonríe o mira para atrás para hacer vaya a saber uno qué gesto, de que uno acaba por acostumbrarse a todo. Ese es un modo de vida que lo caracteriza. Se acostumbra a estar con algunas personas, a no fumar cuando se lo prohíben, a ver en las idiosincrasias de las personas que se lo llevan por delante en la calle Florida rasgos de su propia vida, a la que posiblemente lleve cuando quiera cambiarla, a saludar cuando las condiciones lo obligan, a atarse los cordones y ajustar hasta que quede del mismo largo lo que sobra de cada cordón, a caminar por la vereda, a sonreírle a las viejas y hablarle con respeto a los adultos, a quedarse (o no irse) cuando no queda otra, etcétera. Ya hacia el final se acostumbró a la idea de que iba a morir pronto y tal vez hubiera sufrido sí, por alguna razón, se salvara. Aunque al tiempo volvería a acostumbrarse a la idea de vivir, en el fondo no existe idea a la que uno no termine acostumbrándose.

Por Mano

Hallar

Debe ser ve ver, así, con u ve. Todos estos meses entendió mal. Y bebió. Sin parar, mucho, sin soda, de más, bebió. Beber, le dijo o entendió que le dijo, que para los últimos meses es lo mismo. Qué importa lo que dijo, importa lo que entendió hasta que entendió, por fin, y se puso a verla ver.