“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

sábado, 8 de enero de 2011

Despertar


uno

¿Alguien, alguna vez, supo de alguien que alguna vez se haya puesto a contar o pensar en la cantidad de temas de conversación que se dan en simultaneo entre dos o más personas, a plena poca luz de algún jueves soleado y caluroso, de algún verano, en algún jardín de alguna ciudad latinoamericana? Cuando el tío le contó sobre aquella noche aseguró que no supo ni sabe aún si fue un sueño o una pesadilla, y a su sobrino se le vino a la cabeza la idea de poder parar el tiempo para escuchar, uno por uno, todos los temas de los que se estaban hablando en ese momento en la ciudad; mientras que el tío seguía contando o viviendo aquel sueño.
Fue una mañana de enero cuando se despertó con dolor de cabeza, frio en los pies, la boca sin saliva, los dientes ásperos y un aliento que hubiera matado a quien se le pusiera enfrente. El mate le cayó pesado, se cebó dos o tres y el malestar lo sorprendió con una poco común inapetencia. Despertarse esta vez le hizo prestar más atención a su cuerpo que a su eterno odio al jefe, a su perra o, incluso, a las piernas cruzadas de la muchacha que tan lindo le sonreía cada mañana en el Café. Se sentía mal y no sabía por qué.
Esa mañana la muchacha no fue al Café pero él ni se dio cuenta y, sin entenderlo, por mera educación, al chiste del mozo contestó con una sonrisa. El mozo era un tipo simpático, de los que hay que desconfiar porque están siempre de buen humor y uno no encuentra dos motivos coherentes en sus vidas que justifiquen tantas ganas de vivir. Tenía la nariz grande como el puño de la mano de un adulto, pero quien lo mire a la cara sin estar acostumbrado a hacerlo no podía dejar de mirarle los ojos: pequeños, en el fondo de la cara, tan bizcos como inquietos. Se reboleaban para todos lados, al lado de una nariz cuyos orificios podían albergar a un hámster. La pera era bastante pequeña, redonda, con un huequito en el centro, y la boca, casi siempre cerrada, insinuaba unos labios cortos hasta que se estiraban con cada sonrisa, con cada cruce de miradas y parecían atravesar toda la cara en forma horizontal. Así lo describió al poco tiempo de haberlo conocido, hace ya varios años, en una carta que envió a su sobrino, en Bueno Aires. Al tío le caía bien porque era un gran analista de cine; de esas personas que apenas uno se las encuentra sabe, con desilusión y tranquilidad al mismo tiempo, el tema del que se va a hablar. Estaba seguro de que hubiese llegado muy lejos como crítico, tal vez como director, si el rostro y los modales hubieran puesto un poco más de empeño, aunque no se lo decía. Lo mejor que tenía el mozo al comentar alguna película, una escena o al hacer alusión a algún actor o director, era que no hablaba por hablar. Aunque no le hacía falta decir cosas que no sabía porque sabía, siempre y de todo, de sobra; nunca se lo hubiese escuchado hablar de más. Siempre encontraba las palabras perfectas para hablar bien o mal de una película sin contarla. Por eso siempre era grato escucharlo, y a él le gustaba hablar con el mozo para enterarse de las novedades y aprender y discutir sobre cine. Esas charlas y la insistente mirada de la muchacha eran las cosas que, a su juicio, hacían del Café el lugar más cómodo del mundo.

Pero ese día estaba sólo su cuerpo en el Café. Le trajo el cortado y sin decir una palabra lo tomó, pasó algunas hojas del diario que no leyó, dio un mordisco a la medialuna y, sin siquiera recordarla, sin pensar en dónde estaría sentada esa mañana o por qué no había llegado aún, sin verificar si su sonrisa y sus ojos le apuntaban desde algún lugar, se fue al trabajo.

dos

En el trabajo, al contrario del bar, nadie lo encontró distinto al resto de los días. Trabaja en una fábrica de relojes, la única del pueblo, sucursal de una prestigiosa marca internacional de relojes. También trabajan otras marcas, menores, y eso les basta para monopolizar la regulación del tiempo en todo el pueblo. Él es el encargado de reparar los relojes que traen a cambiar en garantía. Siempre hace los mismos arreglos porque siempre, de fábrica, los relojes tienen las mismas fayas. Sacar algunos rubíes que entorpecen el rodaje, soldar dos “alambres” al muelle y ya: vuelven al mercado. El tema es que con esos defectos vienen todos los modelos de la empresa, algunos se rompen tras funcionar algunos pocos días u horas y otros perduran sin problemas.
Salió un poco antes a almorzar, no por hambre sino por ganas de despejarse. Caminó solo, fumando, algunas cuadras, sin poder sacarse de la cabeza el por qué de ese malestar en el estómago, que caía desde la garganta o un poco más arriba. Comiendo en un banco de la plaza, al ver un bebé en un cochecito que lo miraba serio a los ojos recordó el sueño que había tenido, o por lo menos quiénes eran los protagonistas y cuál era el tema principal, el que hoy lo angustiaba tanto, y se desmayó.
Cuando despertó, en el hospital, empezó a llorar. La enfermera le dijo que era común, que llorar es lo mejor en estos casos y él quiso no recordar esa estúpida teoría que asegra que las enfermeras dicen lo que uno quiere escuchar, pero fue más fuerte que el llanto. Al salir del hospital creyó, una vez más, tal como cuando vino a vivir al pueblo, que la vida no tenía más sentido pero, como le pasa a cualquiera que no se termina de animar a ser solitario, ya que es consciente de que sería lo mismo que suicidarse, no se suicidó porque pensó en el problema que le traería a todos los que dicen quererlo y porque la gente ve con malos ojos todo tipo de demostraciones de amor sincero y de descontento social. Otro de los tantos que no se termina de decidir por el fin voluntario, más por los otros (la gente) que por él mismo. También recordó los ojos del sobrino cuando, antes de marcharse de Bueno Aires, le prometió que lo volvería a ver. En ese recuerdo habrá leído algo que hasta entonces desconocía, porque los ojos del sobrino también le remitían al sueño de la noche anterior, y sin todavía estar muy seguro de cómo se había enterado de la mala noticia que voló desde Buenos Aires, se convenció de que lo mejor sería estar allí, con la gente que él más quería, en este momento en el que tanto lo necesitaban. Llamó, desde un teléfono público, a la agencia de viajes, convenciéndose de que estando allá podría hacer más que desde donde estaba. Al volver a su casa llamó a Buenos Aires para avisar que en tres días estaba llegando a la ciudad. A su sobrino, que lo atendió casi llorando, lo consoló con frases estúpidas pero eficaces; intentaron hablar de cómo iban sus vidas pero terminaron por cortar rápidamente y prometieron hablar tranquilos cuando él estuviese por allá. Se quedó un rato con el tubo del teléfono en la mano, el codo en la mesa y la cabeza sobre el puño, preguntándose qué sentido tenía recurrir a charlas de tinte moralistas o a filosofía barata con gente a la que se quiere mucho, en la imposibilidad de los adultos en tratar ciertos temas con los niños, y terminó por concluir, como siempre, que no hay cosa más difícil que hacerle saber al otro de qué van los propios sentimientos, por más que el otro ya los conozca. Pronto se distrajo preocupándose en boludeces: cambiar una lamparita, comprarse una remera negra, lavar los platos del día anterior, dormir la siesta, reacomodar los muebles. Al rato de haber cortado, con el cachete aún sobre el puño, se sorprendió al verse en el marco de metal de un cuadro colgado en la pared, la nariz extremadamente roja, brillándole entre los pálidos pómulos.
Esa misma tarde se pidió unos días de vacaciones en el trabajo. Explicó (se excusó con) la inestabilidad de su salud física y psíquica y contó el problema familiar de Buenos Aires. Luego se fue a acostar, temprano.


tres

El resfrío, o ese malestar parecido a la gripe, no lo abandonó al otro día, al contrario: lo siguió atormentando cuando se levantó tras haber dormido dos horas, después de una noche de sábanas pegoteadas, pensamientos que eran como pesadillas con los ojos abiertos, vasos de agua, y que terminó por empezar, paradójicamente, cuando amaneció y él pudo, por fin, conciliar el sueño. Salió de su casa a eso de las nueve y media y, aunque le dedicó algunos pensamientos mientras se vestía en su casa, en el Café ni la miró. Al mozo le pidió que se sentará en su mesa un rato y le contó, entre gotas de lágrimas y transpiración, de la enfermedad de su madre. Era la primera vez en tanto tiempo que hablaban de algún tema personal. Poco dijo el mozo, que se quedó un buen rato sentado a su lado, con una mano en el hombro del tío. Él valoró mucho el gesto; no vivía una situación así, donde lo hicieran sentir tan cómodo en un momento tan doloroso, desde los años de la secundaria, en Buenos Aires, con la muerte de la abuela y la contención de los verdaderos amigos. Pero el valor que le dio al momento, al gesto, no lo tradujo en actos ni palabras, aunque seguramente los pensamientos alcanzaron y satisficieron al mozo que, después de un tiempo se paró y lo dejó solo, regresando nada más que para traerle otro café, antes de que se lo pidiera. Se podría decir que ella también estaba ahí, en el Café. A dos mesas. Y que lo miraba, con las mismas curvas, las mismas piernas, la misma postura rígida, tan igual a él, decidida a no ser ella quién dé el brazo a torcer, por miedo, como él, a que esto que vivían día a día sea más lindo que cualquier tipo de relación que pudieran tener o simplemente porque hoy lo veía destrozado, con los ojos hinchados, las ojeras violetas y la nariz roja. Para él no había nadie más en ese bar que el mozo, él mismo y aquel pasaje a Buenos Aires que parecía ya usado, que mostraba algo conocido, que tomaba la forma más de confirmación que de develación.

El día, que no fue más que bar y cama, duró muchísimo. Más de lo que tarda un libro malo en acabar.

Los otros dos días antes de viajar a Buenos Aires fueron atípicos, entendiblemente atípicos. Sin la rutina y con las obligaciones interrumpidas, hubieron horas de reposo interminable y llamadas de llantos y corroboración de “tragedias”. En una de las noches, el mozo lo acompañó a la casa, se quedó hasta el amanecer al lado de su cama, atento, preocupado por la salud del tío, que daba vueltas en la cama, gritaba, respiraba raro, se agitaba y enmudecía sin poder dormir. Todo en acciones tan violentas como inesperadas.

La última noche, antes de viajar a Buenos Aires, se puso a escuchar música y al viento que “soplaba” fuerte, mientras tomaba (quizás de más) whisky, y se dedicó a pensarla, como sin querer pensar lo malo, evitando la realidad, hasta que se quedó sin cigarros y empezó a llorar lagrimas que sin tener nombre terminaban en unos labios en los que, estos sí, aunque sin coordinar con las cuerdas bocales, la nombraban a ella, o a sus piernas interminables; piernas que, además, eran insistentes y perduraban no tanto en el espacio como en el tiempo, que venía desde hace mucho pero no para llegar a esa noche sino que hablaban de alguna futura mañana en el pueblo, en la que los dos, de la mano y sin hablarse, salían del Café, caminaban a la vista de todos pisando las baldosas rotas de la vereda y al llegar a la plaza, con la catedral mirándolos con malos ojos, antes de sentarse en un cantero y contarse cosas que ya sabían, se besaban. Tenía ganas de estar dándole un beso. Y se durmió imaginando cómo; sabiendo que para encontrarse era fundamental perderse. Pero perderse en una dirección, que era ella y que empezaba en esa noche, no antes.

Otra vez los sueños fueron relacionados a Buenos Aires.

Por la mañana, al nudo que la tristeza le retorcía la panza se le sumaron los nervios del viaje. El sol y los nervios eran los mismos que la tarde en la que partió de Buenos Aires, hace diez años cuando en la terminal le prometió a su sobrino, que lo volvería ver.

cuatro

En la terminal sólo estaba su hermana esperándolo. Se abrazaron fuerte, sabiendo y escuchando lo que cada uno callaba. No hablaron del tema, o eso podría parecerle a quien escuche sus palabras sin ver sus ojos. En los cuatro ojos estaban las preguntas que no se hacían, las certezas de un final doloroso y tan lleno impotencia. Por eso la hermana los reboleaba para todos lados, como el mozo del Café, pero ella de nerviosa, como él antes de partir, sin poder sostener la mirada en los ojos del tan extrañado hermano, casi ridículo. En el auto, rumbo a la casa, la hermana le aconsejó no usar ciertas palabras ni tocar algunos temas en presencia del niño. Eso dijo la hermana, en esas palabras: “ciertas palabras”, “algunos temas”, “niño”, pero él sabía a qué se refería, o eso creía, y también creyó entenderla. Tu sobrino está grande, es tan inteligente como lo imaginas, pero es muy sensible y es muy chico para enfrentar algunas cosas, le dijo la hermana mostrando algo de inseguridad, como desconfiando de alguien que no está en la ciudad por más de diez años y vive en un pueblo tan pequeño, tan con otro ritmo de vida. Así empezaba una estadía que, desde un principio, se sumergía en un mundo de rarezas e incertidumbres.

Al entrar en la casa, a la primera que vio fue a su madre, tan distinta, que le sonreía desde un sillón en el fondo del living. Con una mirada pesada advirtió la dureza de la realidad, mientras su boca hablaba: vení, dame un beso. Fue casi corriendo y la abrazó y la besó. En seguida llegó su papá, con el que también se abrazó y comentó lo bien que estuvo el viaje y los manjares que trajo de regalo. Todo fue sonrisas, lejos de lo que imaginó en el avión sin poder dormir. Pero el verdadero esplendor sucedió cuando su sobrino llegó de la escuela y al abrir la puerta corrió hacia él y lo sorprendió con un salto que terminó en abrazo. La cena fue de anécdotas, chistes y actualizaciones de climas sociopolíticos. Poco a poco, uno a uno, se fueron durmiendo todos, primero la madre, luego el sobrino, más tarde el padre. También estaba un matrimonio amigo del tío, que se fue después de que ella lave los platos mientras hablaba con la hermana en la cocina y él acuerde cuándo y dónde se encontrarían para hablar los dos solos y tranquilos. Luego quedaron la hermana y él, solos en la mesa ya ordenada, hablando de que ella poco a poco se estaba reconciliando con su ex marido y él, por otro lado y sin saber por qué, se vio hablando de la muchacha del Café del pueblo.

Al otro día, por más de que el tío hubiera preferido quedarse con su madre, hablando de cómo estaba y qué era lo que cría que el tiempo depararía, fue con su sobrino y su hermana al zoológico de la ciudad. La pasó bien de todas maneras. Conoció mucho más a su sobrino, y hasta tuvo tiempo de estar solo con la hermana, de nuevo, mientras su sobrino daba de comer comida comprada a los animales encerrados. Hablaron de sus cosas, la hermana le contó sobre aquel hombre que conoció en clases de portugués, que le hace tanto bien pero que tanto miedo le da presentarle a su hijo; demostrando qué era lo que realmente le impedía volver con el padre del niño, con el que se estaba "reconciliando". El tío, sin sacar del todo a relucir el odio que le sentía por la ex pareja de su hermana, le dijo que lo conveniente era que se conocieran, el nuevo novio y su hijo, que ambos iban a entender y construir una nueva, pero seguro bien predispuesta, relación.

Repentinamete, habló por fin de lo que quería: qué dijeron de mamá los médicos, preguntó. Ya sabés lo que dijeron, ¿no te parece que no es momento de hablar de esto?, contestó ella. Él insistió pero ella distrajo la conversación en los quehaceres del niño. Y él terminó por concentrarse en que la relación entre su sobrino y la madre parecían perfectas; lo sorprendía, nunca había visto un hijo que, a esa edad, se llevara tan bien con su madre, y a una madre que entendiera tan bien a su hijo, pero le extrañaba la manera en vivir juntos, los dos o los tres o los cuatro, en esos momentos tan particulares para la familia. El día terminó en casa de un amigo de la primaria, al que había visto no hacía mucho ya que lo había ido a visitar al pueblo y se había quedado unos días. Al él le contó de la extraña reacción de la familia para con la enfermedad de su madre. Su amigo lo escuchó durante un largo tiempo, moviéndose sólo para llenar las copas que no tardaban en vaciarse, pero no se mostró tan sorprendido como el tío. Cada familia es un mundo, dijo, al pasar, y fue ese el único comentario que se le escuchó sobre el tema.

Cada despertar en la casa era una incertidumbre. Se la pasó de visita a amigos y familiares que no veía hacía muchos años. La mayoría de los familiares iban a su casa a visitarlo, o a visitarla a ella, a su madre, y aprovechaban que había venido él para verlo, para saber qué tal le iba con su nueva vida. Pero todos hablaban, contentos y sin nada malo que contar, de lo bueno que había sido que él esté ahí, de lo felices que se ponían al verlo y de cómo pasó su vida mientras él tenía nuevos tiempos y gentes, en nuevos lugares.

cinco

Una tarde, después de algunos días de estar en Buenos Aires, se levantó y la madre no estaba en la casa. La noche anterior había estado, desde la tarde, con unos amigos a los que no veía desde el viaje de egresados, y la tarde terminó en noche y el llamó a casa, como cuando era adolecente, para avisar que no iba a comer, que iba a regresar tarde, y después de comer salieron los mismos cuatro que salían en la adolescencia, y fueron al mismo bar (pero con distinto nombre y dueño) que entonces. El tío llegó borracho a la casa, cuando amanecía. Despertó confuso, con calor, con las incomodidades 1) de haber tomado mucho y 2) de no haber dormido en la propia cama. Pero lo que más lo inquietó fue la soledad en la que se encontraba. No había nadie en la casa. Era la primera vez desde que estaba en Buenos Aires que se quedaba solo en la casa, y se desesperó. Llamó a la hermana al celular pero no contestó. Llamó a la madre y le atendió el contestador automático. Con cada llamado desesperaba un poco más y cada vez que no se podía comunicar con alguien o cuando al que llamaba le decía que no sabía nada de su madre, llamaba con más urgencia a otro, y la urgencia incrementaba la desesperación, y así. Cuando no tuvo a quién llamar se quedó sentado en la silla que estaba al lado del teléfono hasta que en unas horas, a las que recordará como la máxima tortura sufrida alguna vez, llegaron la madre y su hermana. Venimos del médico, dijeron. Con una rabia eufórica, pero con la serenidad y miedo que ameritaba el momento, les preguntó por qué no le habían avisado y repentinamente se serenó y preguntó qué había pasado, a qué se debía tanta urgencia. Ellas lo consolaron diciendo que no pasaba nada, no era una urgencia, y enseguida se pusieron hablar, entre ellas, de otro tema. Después de un tiempo sin hablar y sin poder creerlo, las interrumpió bruscamente, gritando, exigiendo que le contaran todo, que él estaba grande como para que le oculten las cosas. No toleró más la forma en que enfrentaban la enfermedad. ¿Enfermedad? Se vio como inmerso en un cuento que había leído alguna vez. Ellas se miraron, la madre dijo, mirando a su hija, llamá a papá, preguntale qué quiere que cenemos. Él se rió y ellas no lo escucharon hasta que, minutos después se fue de la casa cerrando con un portazo que escuchó toda la ciudad.

seis

Nunca hubiese podido imaginar sentirse así en su lugar de nacimiento, en donde creció. Recordó los últimos tiempos antes de irse de Buenos Aires. Corroboró el por qué de su huída, que nadie nunca entendió, haciendo la ruta inversa: de la ciudad al pueblo. Caminó por la ciudad, volvió al café del barrio (que en nada se parecía al Café del pueblo, de todos los días, al que recordó y extrañó, y pensó en el mozo y lo comparó con el que lo estaba atendiendo en Buenos Aires, y tuvo ganas de estar allá hablando de cine, e inevitablemente volvió a pensar en ella, y en sus piernas o su sonrisa, y lo sorprendió creerse enamorado, no tanto por lo raro de enamorarse de una mujer con la que nunca había hablado, sino porque tuvo que darse cuenta de tal sentimiento estando tan lejos, después de no verse por unos días, y justo en medio de la extraña situación familiar en la que se encontraba, y fue a un teléfono público a comprar un pasaje en avión, y no avisó a la familia que ya tenía el boleto de vuelta, para la próxima noche).

Lloró un rato en el cine, donde no vio la película por pensar tanto en el complejo momento que estaba pasando, que lo confundía, sintiéndose más ajeno que nunca. Cuando salió llamó a la casa y arregló con la hermana para ir a buscar a su sobrino a la casa de Martín. A la única persona que quería ver era a su sobrino. Había algo más que palabras en su relación que decía lo mucho que se querían, sin importar las veces que se habían visto, los fines de años que pasaron juntos o los regalos que se debían. Tras pasar a buscarlo por la casa de su amigo, el tío lo llevó al cine, a ver la película que él había (no) visto hacía unos minutos. Al salir fueron a comer afuera. El sobrino le hablaba de cómo se llevaba con cada uno de sus amigos y de lo mucho que le gustaba jugar al ajedrez y al futbol, mientras él lo miraba con algo que cualquiera podría llamar ternura si no conociera la relación que tenían y el sueño que había tenido el tío hacía varias noches atrás. Casualmente, mientras su sobrino hablaba, el tío recordó el sueño. En realidad recordó cómo se había sentido después de aquella noche, aquella mañana, el desmayo, el hospital, la nariz roja, y concluyó en que había hecho bien en dejar todo para estar en Buenos Aires, cerca de su sobrino.

Estaban muy cómodos, sentados en el banco de una plaza, rodeados de sombras y árboles, acariciados por una leve brisa que, junto con el helado que tomaban, servía para refrescarlos en la calurosa tarde. El tío le contó a su sobrino un sueño que tuvo antes de ir a Buenos Aires. El sueño era así: él tío se enteraba que todos sus familiares de Buenos Aires estaban enfermos pero no lo sabían y él debía viajar a contárselos. Por supuesto, en Buenos Aires nadie hablaba de la enfermedad, pero él estaba convencido de que bastaba que dijera algo de la enfermedad para concretarla. En esa dicotomía pasaba unos días, en los que todo se daba agradablemente: las visitas, las charlas, pero, por otro lado, él notaba en las caras y comportamientos de sus familiares que algo le ocultaban, y eso lo iba inquietando cada vez más. De todas maneras, continuó un tiempo sin decir nada.

Pasaron algunas cosas algo confusas, colores y rostros desconocidos, y a los pocos días no quedó más que internarlo, cuando salió con que no podía ser que todos sus familiares se tomen como si nada la enfermedad de su madre. Decía que en un sueño lo había previsto y su estadía en Buenos Aires comprobaba lo mal que estaba su madre, todos lo saben pero nadie dice nada, se vio asegurando, eufórico entre gritos y empujones. Los médicos creyeron que la enfermedad había aumentado cuando comenzó a desesperase porque se dio cuenta que la enfermedad que le mostraba el sueño no era la de la madre, sino la que toda la familia padecía, y era la que los hacía a todos vivir sin hablar de la enfermedad de la madre, negándola. Lo que produjo que, dentro del hospital, lo aíslen y mediquen un poco más.

Cada semana, su sobrino lo iba a visitar al hospital. Era el único que lo seguía viendo, a escondidas. Los demás fingían haberlo olvidado, haciendo como si no existiera, como lo hacían con la enfermedad de la madre. Una tarde, sentado en el parque del hospital con su sobrino, después de jugar un partido de ajedrez y hablar de cine, le contaba sobre un sueño que había tenido una noche.