“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

martes, 24 de mayo de 2011

No es tan fácil curarnos

A Fabián lo conocí en el peor día de su vida. No recuerdo haber visto a un ser humano más compungido que a Fabián aquel día. Fue en la casa de los Castro, sus abuelos. Nunca antes, con ninguna otra cosa, me había dado esa espantosa sensación de tristeza, al ver un niño sufriendo tanto, demasiado conciente de lo mucho que sufría. Por eso me transmitió el sufrimiento de tal manera, porque él sabía que estar ahí le hacía sentir muy mal y porque por más de que haga cualquier cosa nada iba a cambiar. Así lo pensaba y así me lo dijo. Es el peor día de mi vida, oí decir de una boca a la que jamás le vi los dientes.
Yo había ido con mis padres a comer un asado a lo de los Castro y cuando llegué me encontré con que también estaba su hija, Marina, de quien guardaba muy buenos recuerdos y cariños pero que no veía hacía mucho tiempo, que estaba con su esposo y su hijo. Cuando entramos los cinco ya estaban en la mesa, comiendo una gran picada, de esas coloridas que sólo le vi preparar al dueño de casa. Fabián no quiso saludarnos, y lo obligó su abuela; ese fue el primer contacto que tuve con él y desde entonces me agradó su tan marcada personalidad. Al poco tiempo Lito se encargó de entretenernos con sus historias de cómo era ser un niño travieso, al principio, un adolescente malvado después y un joven desastroso hace no muchos años atrás. En el extremo opuesto está su hijo, Fabián, que se quedó todo el almuerzo sin decir una palabra; entendible: una cosa es Lito amigo y otra muy distinta es Lito padre.
Durante la comida pude hablar algo con Marina, hasta que empezó a enredarse en charlas de burako con mi madre, rememorando jugadas y campeonatos en las que ambas se lucían y apabullaban a quien se les pusiera a los costados. Cuando terminamos de comer me tomé rápido el café porque ya estaba algo incómodo. Para ese entonces, acompañado de un murmullo de fondo, mi cuerpo era algo que nadie controlaba, débil, aburrido y tan pesado que ya empezaba a hundirse en la tierra. No aguantaba más a Elcastro, como lo llamábamos sólo mi viejo y yo, y recordé por qué había dejado de ir a su quinta hace ya varios años atrás. Lacastra y Elcastro son buena gente, pero no saben tratar con los niños. Creen que las personas de menos de quince años de edad todavía no cuentan con las suficientes herramientas como para sostener una conversación con ellos. Me acuerdo que de eso hablamos la última vez que los vi en esta quinta, cuando yo tenía cerca de dieciocho años y Elcastro gritaba, escupiendo por debajo de unos bigotes negros, enormes, de los que cualquier niño se aterraría, de los que cualquier niño sentiría miedo, y tal vez por eso se los dejaba, porque no hay niño que al verlos no se imagine siendo devorado por esa jungla de víboras peludas, sucias, mojadas, despeinadas, que estaban sedientas a la espera de cualquier ser ingenuo y con imaginación. Hasta ese día, decía, yo iba dos o tres veces por año a la quinta de los Castro. Al principio no me daba cuenta, me la pasaba jugando con Marina y todo estaba bien, después sentía cada vez más cómo mis viejos me obligaban a ir y luego, cuando tenía doce o trece, hacía todo lo posible por aguantarme a Elcastro con tal de ver a María. María, a quien también vi por última vez aquella tarde de 2005, fue mi primer amor. O uno de los primeros. Ella era la hija de Susana y ambas trabajaban en la quinta de los Castro, con cama adentro. Susana sigue trabajando y María hace años que se volvió a Mendoza.
Pero lo que estaba contando era que habíamos terminado de comer y estaba aburrido. Necesitaba una siesta urgente. Me paré para ir hacia la casa, argumentando que iba al baño pero preguntándome para mis adentros si seguiría aquel sillón en el living, donde dormía cuando nos pasábamos todo el fin de semana en la quinta y yo sufría tanto como en ese momento en el que nadie a mi alrededor se daba cuenta de que me paraba, decía algo y me terminaba mi vaso de soda y el líquido, que era agua, gas, ácido, sangre, me pasaba por todo el cuerpo y me hinchaba aun más. Cuando estaba yendo para adentro vi a Fabián que estaba sentado en un rincón del parque, una fotografía de aquellos años, tan solo como cuando mis padres me llevaban porque no tenían con quien dejarme y entonces cuando terminaban de comer y estaban lo suficientemente borrachos como para que no los aguante más me sentaba en el jardín, cerca de las plantas que tanto cuidaba Lacastra, y así pasaba toda la tarde, leyendo alguna historieta o jugando un solitario con las cartas. Me acerqué a Fabián y le dije cualquier cosa; él ni levantó la cabeza, siguió cortando el pasto con una tijera. Me senté a su lado, hice algunas estúpidas preguntas de adulto, ¿qué estás haciendo? ¿estás aburrido? ¿te gusta este lugar? y luego me quedé en silencio. Pasamos varios minutos así, él cortando pasto por pasto y yo sentado al lado, mirándolo. Después de un rato cierta incomodidad comenzó a notársele en las cada vez menos esporádicas miradas, y de repente, por cómo me sostuvo la mirada, percibí que se había dado cuenta de que yo estaba de su lado, que no era un enemigo más, que podía contar conmigo tanto como un niño confía en su mascota o el Zorro en Bernardo. Dejó de cortar pastos y me dijo hoy es el peor día de mi vida. Y después de otro rato en mutuo silencio: es el lugar que más odio en el mundo, cada vez que vengo acá la paso peor que la anterior. Sin poder dejar de lado mi condición de adulto dije que si nos hubiésemos conocido la última vez que había venido también lo hubiese conocido en el peor día de su vida, corroborando lo que me terminaba de decir. De todas maneras él, conforme de tener enfrente a alguien que lo entendía, me miró a los ojos y me contestó que claro, conocernos en este lugar implica conocerlo en el peor día de su vida.
Luego hablamos un buen rato de nuestras vidas. Fabián es un chico inteligente. Tan inteligente como para aburrirse escuchando a un par de tipos de clase media preocupados por la situación del país, serios a la hora de decir querer cambiar algo aun sabiendo las limitaciones de sus voluntades, hablando con la boca llena de vino o asado de lo mal que está su equipo o de lo bien que juega tal jugador.
Fabián es gordito, tiene una remera blanca de mangas muy cortas. Su cabeza es redonda, o esa impresión da su pelo cortado tan cortito. Usa anteojos muy gruesos y redondos. Pero a lo que no le puedo dejar de prestar atención es a su voz: rara, como venida de otra dimensión, de otro lugar en donde los sonidos son interceptados por frecuencias extrañas y constantes. Así lo recuerdo, en el jardín o sentado en el sillón del living, primero jugando un solitario, después haciendo unos dibujos indescifrables.
No importa lo que siguió en aquella tarde. Tampoco importa cómo fue el reencuentro con María o cómo hicimos para que Elcastro sufriera un accidente. Lo que quería contar es lo traumado que quedó Fabián por haber ido tantos años a aquella quinta. Ahora en el manicomio de la cárcel le dicen el Escritor. Un pibe tan seguro de sí mismo, a quién se le hubiese ocurrido que terminaría escribiendo historias personales, mezclando la primera y la tercera persona del singular.

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