“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

domingo, 22 de mayo de 2011

La invención de Rubén


A Fernando Peso

Alicia y Alberto, luego de naufragar tres días, llegan a una isla desértica. Exhaustos, con pocas fuerzas, se arrastran por las arenas de una playa que en cualquier otro momento hubiera sido paradisíaca. Alberto toma fuerzas, se interna en la vegetación y vuelve con nutritivas provisiones. Como todo buen náufrago, se adapta a la isla, se deja la barba, anda en cuero. También agradece el privilegio: haber llegado a la isla en compañía de su amada. Los primeros días son pura aventura. Cazan, recolectan, construyen y se aman. Al tercer día comienzan los momentos de depresión. Después de una semana en esas condiciones comienzan los ataques de ira y desesperación extrema. Al mes, después de días enteros sin hablarse, caminar kilómetros sin saber qué buscar y comer asquerosidades, la resignación llega al punto límite.
No pasa mucho tiempo más y todo se vuelve normal en la isla. De vez en cuando pasan frío o hambre, pero lo resuelven sin muchos problemas. Otras veces recuerdan los proyectos que tenían y todo termina en risas que son renovación del amor. Pero los días pasan sin muchos sobresaltos. Amándose menos de lo que nos imaginamos. Una nueva cotidianeidad se va adueñando de sus pensamientos y preocupaciones; y la vida en la isla se vuelve muy parecida a como era en la ciudad, sólo que con una sociedad de dos habitantes. Ahora, en vez de los vecinos o los chimentos de la tele, hablan de animales, estrellas o el mar. Ya no hablan del gas, la luz y el teléfono, ahora discuten y se preocupan por construir una choza más grande y fuerte, previendo cambios climáticos. De todos modos conservan el mismo énfasis para tratar los distintos temas. Cambian el discurso pero no el tono. Como quien solamente disfruta de lo distinto cuando sabe que dura poco. En la isla terminan pintando los mismos aburrimientos pero de otros colores. Es cierto, además de discutir y rezongar siempre por las mismas cosas, quizás esta nueva vida involuntaria les haya devuelto las ganas de mirarse un poco más.
Una tarde, varios meses después de haber llegado, Alicia vio una choza en un lugar al que nunca recordó cómo regresar. Jura haberla visto y Alberto no titubea a la hora de dar explicaciones psíquicas a semejante ilusión óptica. Desde esa primera discusión desesperada quedó un espacio de rencor dentro de cada uno de ellos, que sale a la luz en cada pequeño problema. De todas maneras, aunque los dos saben que el tema no está resuelto, al poco tiempo hacen que olvidan este episodio –ella más que él- y retoman las conversaciones y los quehaceres habituales. Incluso inventan un juego, mezcla de tejo, payana y croquet, que logra mantenerlos felizmente entretenidos varias horas por día.
Un día apareció un hombre. Descalzo, vestido con unos jeans azules y una camisa con cuadros verdes y rojos. Con barba, también, pero con el pelo corto, prolijo. Alicia y Alberto se quedaron anonadados. Ella con cara de abusada, respirando rápido sin poder cerrar los ojos, como perdida, moviendo todo el cuerpo menos la cabeza, todo le picaba y todo se rascaba. Alberto, en cambio, estaba rígido, se había parado de golpe y sacaba el pecho hacia afuera. Él tampoco le quitaba la vista de encima. El tipo caminaba tranquilo, como quien pasa por un kiosco de diarios y ojea algunas revistas.
-Todo va bien?- Preguntó desde arriba. Mientras pasaba por unas rocas que estaban a unos metros de la playa en la que se encontraban Alicia y Alberto.
-Buenas tardes, soy Alberto.
-Ya sé.
-Hace mucho que está en la isla?-preguntó Alberto, como si le estuviera hablando a alguien que está en la parada del bondi.
-Necesitan algo?
-Nada. Estamos bien. Quién es usted?-interrumpió Alicia, para ese entonces mucho menos atemorizada que su marido.
-Rubén. Estoy en la isla hace años. Los veo desde que llegaron pero, entre las ocupaciones cotidianas y sus peleas, nunca encontré momento para interrumpirles. Hoy los vi bastante callados, me preocupé. Por eso bajé.
-Estamos bien-dice Alicia.
-O sea que no hay salida?-agrega Alberto.
-Cómo?
-Claro, si está hace años quiere decir que uno de acá no se puede ir.
-Yo creo que sí. Por eso todas las tardes, después de la siesta, subo a ese árbol-Rubén señalaba un árbol que estaba en la cima de la sierra más alta, en un lugar donde nunca habían estado ellos dos, aunque desde donde se encontraban no había más de quinientos metros-. Hasta que se va el sol. Llevo este pañuelo, por las dudas, para hacer señas si veo a alguien.
-Excelente!-gritó Alberto- Ahora no tendrá que estar tanto tiempo allí arriba. Nos turnaremos. Yo iré la mitad del tiempo.
-Seguro-dijo Rubén, yéndose.
Todos los momentos que siguieron a ese, todas las palabras que Alicia y Alberto dijeron o pensaron fueron referidas a Rubén. Ella estaba incómoda, reflexionando sobre lo nuevo, sobre la atracción por lo desconocido, pensando en qué pasa cuando uno encuentra que la totalidad no se reduce a lo de siempre. Él, en cambio, fue variando sus palabras y pensamientos. Pasó de afirmar que en Rubén se hallaba el fin a la pesadilla del naufragio a negar su existencia, jurándole a Alicia que no había visto a ninguna persona.
Hasta el otro día no lo volvieron a ver. A la misma hora que el día anterior, Rubén pasó por donde ellos estaban, los saludó y siguió caminando hacia el árbol. Una escena muy parecida a la sucedida veinticuatro horas antes, salvo que esta vez Alberto quiso pararlo, corrió unos metros, volvió a insistir en que debían turnarse, en que coincidía con que esa era la única manera de salir de ahí. Rubén dijo que sí, pero siguió caminando. No hay salida, sólo costumbres, pensaba Rubén mientras se alejaba, y Alicia lo escuchaba. Extrañado, Alberto le gritaba que cuando termine la vigilancia pasara por donde ellos estaban. Al rato se olvidaron de Rubén, o eso simularon. Cada uno volvió a sus quehaceres. Al terminar el día todo se ubicaba en el indicado lugar, la calma habitual del atardecer y la brisa fría que llegaba desde alta mar. El ruido del mar rompiéndose en olas era acompañado por el canto de un pájaro al que nunca habían escuchado tan fuerte. Era como leer muy lento cucú cutíto!, pero silbando agudo. Se miraron, pero recién a la noche, antes de dormir, cuando vieron que Rubén no volvería hasta el otro día, lo hablaron como al pasar.
Cuando apareció Rubén, a la hora de siempre, Alberto no lo dejó avanzar. Le suplicó alternar la vigilancia en el árbol. Quería que Rubén ocupara su tiempo en otra cosa, que descansara. El estar alerta beneficia a todos, decía. Rubén se negó, dijo que hoy no, que al otro día cambiarían. Y Alberto aceptó. Mañana voy yo, sí o sí, exclamó Alberto.
Otra vez, al atardecer, Alicia y Alberto escucharon el canto del pájaro. Pero se dieron cuenta de que era Rubén el que lo hacía. La pareja volvió a reír después de mucho tiempo. No podían creer lo que escuchaban. Esta vez era claro. Rubén gritaba sin parar: “Están cogiendo!”, “Están cogiendo!”. Pobre, debe ser muy dura la soledad, dijo Alicia, queriéndose poner seria. Sí, debe estar muy desesperado, contestó Alberto, riéndose estrepitosamente. Rubén seguía, “Están cogiendo!”, “Están cogiendo!” y no hacía más que incrementar el volumen de las carcajadas de Alberto, mientras Alicia reía sin querer, vergonzosamente. Miraban el árbol pero no conseguían ver a Rubén, que debía estar entre las ramas.
Pasaron la noche sin parar de hablar sobre lo que habían vivido. Suponían animales fornicando, imaginaban que en la mente de Rubén existía un mito que decía que ése grito atraería salvaciones, reían pensándolo durmiendo en el árbol, teniendo sueños eróticos, se ponían serios conjeturando con que hablaba un idioma que ellos no entendían porque sólo pertenecía al mundo de los pájaros. Finalmente se durmieron, recordando a la pareja que vivía en el departamento de al lado, en su anterior vida urbana.
Toda la mañana Alberto había estado llenándole la cabeza a Alicia con que no podía ser que su salvación esté en manos de un tipo tan raro como Rubén. Era una locura dejar que Rubén sea quien vigile todos los días. Además, con Rubén vigilando él se sentía un inútil. Le va a venir bien descansar, dijo sonriendo socarronamente. Después de comer Alberto se sentó a esperar a Rubén, esta vez no me puede decir que no, dijo en voz alta. Y así fue. A la hora de siempre, Rubén llegó con su paso lento. Alberto fue al ataque. Dijiste que yo subiría, dijo con voz de niño pidiendo permiso, después de haber hecho todos los deberes. Rubén no se negó, le recomendó que esté muy atento, que no se descuide ni un segundo. Le entregó el pañuelo y le explicó cómo llegar.
Alberto empezó a caminar, siguiendo las instrucciones de Rubén. Cuando lo vio no lo dudó: ése era el árbol. Un tronco ancho, con raíces que caían de ramas gruesas extendidas paralelas al piso, a dos metros de altura. No le fue difícil subir. El árbol tenía muchas ramas y su corteza era áspera, no resbalaba. Enseguida estuvo en la cima, disfrutando un paisaje único, encandilado por la línea en donde caía el mar. Al poco tiempo, aburrido, buscó un lugar de donde se viera la playa. Encontró una larga rama, aunque rodeada de hojas. Fue caminando por la rama, alejándose del tronco hasta que logró asomarse. Desde ahí se veía claramente la playa. Estaban Alicia y Rubén. Alberto se sorprendió: es verdad, desde acá parece que estuvieran cogiendo.

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