“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

jueves, 11 de junio de 2009

Incomunica a dos

No fue de un día para otro. Tampoco estaba convencido, pero quería que el resto de su vida no sea como este triste presente. Aunque con mucho miedo, buscaba un cambio, algún camino que lo condujese no importa donde, pero lejos de las situaciones que vivía diariamente. De esa rutina que se alimentaba de la cada vez mayor indiferencia. Pero los cambios, a medida que iba viviendo y conviviendo, se hacían más y más difíciles. Cada vez más decisiones, más responsabilidades, más compromisos, lo hacían entrar en una vida que, cuanto más cuenta se daba que no era la suya, más le costaba escaparle.
Claro, hace tiempo que estaban mal, muy mal, y cada vez peor. Cada uno creía que el otro no se daba cuenta de lo desgastada que estaba la relación y seguían. Algo seguían. Para no herirse seguían, seguían hiriéndose. Eran siete años de levantaste por la mañana y tener al otro al lado, cada vez más lejos. No era una decisión fácil para ninguno de los dos. Ella ya se había acostumbrado, lo naturalizó mucho más que él, que lo padecía todos los días y trataba de no hablarle, de no verla, con tal de no sufrir y así sufría más. A eso también ella se acostumbro y así seguían. Indiferentemente unidos.
Así cotidianamente. No se celaban, se puede decir que a ninguno le interesaba lo que hacía o dejaba de hacer el otro. Se querían, sí, claro, sino no hubiesen seguido. ¿Seguían? Pero uno por buscar en una salida (o entrada infinita) cobarde y la otra por naturalizar un problema no viéndolo como tal, seguían así, queriéndose y lastimándose. No queriendo estar y siguiendo, siempre siguiendo. Siguiendo sin querer estar. Estando juntos pero sintiendo que el otro no estaba.
Hola. Chau. Algún que otro ¿cómo estás? de compromiso. No más que un ¿querés un café? Hasta había veces que a alguno se le escapaba un ¡qué lindo/a estás! medio timidón, y el otro devolvía una mirada como sabiendo que lo decía sin mirar, sin importarle. Se querían, hasta se lo decían, pero ya eran palabras sin-sentido.
Hubo un tiempo en que verse con sus amigo era un gran problema para los dos. Claro, compartían amigos. Todos los notaban raros y ellos hacían lo imposible por simular estar bien. Esos malos momentos se curaron con el tiempo, luego los dos tuvieron sus propios amigos a los que veían sin el otro al lado y vaya uno a saber de lo que hablaban en esas reuniones, de lo que contaban el uno del otro. Ellos no lo saben, lo creen saber, lo sospechan, lo piensan, lo intuyen, pero no lo saben. Quizás por eso siguen. No saben que piensa el otro.
Los dos tenían miedo. Tenían miedos. Él sabía que el miedo es un sentimiento que nos brota cuando no sabemos qué es lo que va a pasar, pero nos imaginamos las posibles resoluciones. Cuando pensamos que, entre algunas de las cosas que pueden suceder, está la que no nos gustaría que pase. Pero es fundamental el hecho de que por nuestra cabeza se pase aquello de que pueda pasar eso que no nos gustaría que pase para tener miedo, sino no tenemos miedo. Es futuro el miedo, un futuro en el presente, se sufre en el presente. También es necesario, positivo. Sin miedo haríamos cosas como cruzar las calles sin mirar o meternos a nadar con tiburones. Pero no es este tipo de miedos el que él sentía a la hora de enfrentar su problema. Su miedo era hacerla sufrir. Miedo a la soledad, quizás. Miedo a lo desconocido, al cambio. Eso y la reacción de ella ante este cambio.
Un día, sin planearlo, se vieron sentados uno enfrente del otro. Él sabía que era el momento de plantear el problema. Por eso estaba nervioso. Miraba para todos lados, tosía, se rascaba la cabeza. Con la frente mojada pensaba en qué difícil que era ponerse a hablar con la mujer que convivía hace más de siete años. No sabía qué decirle ni cómo hablar. Pero, después de haberlo reflexionado tanto, estaba decidido. Había que terminar con esta falsa relación. Aunque para eso debía hacer algo que
nunca había hecho. Tenía que hablar con ella. Sin hablar podían seguir la convivencia, pero no terminarla. Pensó “a veces hay que hacer cosas que no se quieren para conseguir algo que se desea con más fuerzas”. Otra vez el miedo. Quizás a no saber como iba a reaccionar ella, quizás a no saber si iba a poder explicar su situación. Ya basta. Después de varios minutos en esa tensión, juntó coraje. Pero cuando, en un gesto, despegó los labios, abrió levemente la boca, levantó la mirada y las cejas, ella interrumpió. “Mi amor, yo también quiero que sigamos juntos”.

Por Mano

No hay comentarios: