“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

martes, 23 de junio de 2009

A causa de una muerte

Todo tenía un sentido fundador. Mi padre tenía un sólo traje y dos corbatas, aunque siempre andaba impecable. Su mayor ambición era tener un pedazo de queso como postre. Cuando cumplió cuarenta años se encontró con la muerte. Quién se hubiera imaginado que esa muerte y mi añoranza del padre que no tuve hayan sido por un poco de queso o por una muerte. Pero así fue, por lo menos para mí. Nunca se supo muy bien lo que ocurrió aquella noche. De todo lo que se investigó y se dijo, lo que yo creo que pasó es que mi padre, una vez más, se dejó llevar por esa extraña y extrema tentación. Estuvo caminando largo rato de vuelta a su casa, en uno de esos días de los cansadores. Al pasar por el bar de la esquina, con esas mesas tan seductoras en la vereda, alguna picada le llamó la atención. Se acercó cordialmente, “señor, ¿le molesta si me como un pedazo de queso? Entiéndame, es mi debilidad. Vengo de trabajar todo el día, tengo que mantener a mi familia, no puedo comprarlo”. Luego de unos eternos segundos en silencio, el señor de la mesa le dijo: “si no puede pagarlo váyase, linyera inmundo”. Mi padre soportaba muchas cosas, había padecido varias injusticias, era una solitaria buena persona, pero había dos cosas que lo transformaban completamente. El queso, tema que lo llevo a separarse de mi madre, aunque, convengamos, nunca estuvieron del todo juntos, unidos (cosas de adultos). Y que hablen mal de su aspecto. Siempre estaba peinado, con la ropa lo más limpia posible, con los zapatos lustrados y la barba recortada. Ahora que lo pienso, no creo haberlo visto despeinado en mi vida, aunque lo haya visto muy poco. “Vagabundo asqueroso” o “linyera inmundo”, que más da. Mi padre se aguantó en silencio semejante insulto. Eso si, manoteó un pedazo de queso y entró a caminar ligero. A los pocos pasos y sin palabras previas, el otro señor le disparó un tiro en la espalda. No habrá podido tener tiempo para poner las manos al caer, de ahí su rostro todo raspado, pero si para, una vez en el suelo, sacar su revólver y acertarle en la cabeza con el disparo. Cuando llegó la ambulancia no había nadie al lado de mi padre, como ya hace mucho tiempo. No estaba ni el otro cuerpo, que ya había sido trasladado muerto al hospital en algún auto de algún amigo. Los médicos lo encontraron en el suelo, con la mano cerrada, apretando con fuerza el pedazo de queso.
La muerte no llega por nada, hay algo, quizás muchas cosas, que la causan. Mi padre creía que esa ley con él no se cumpliría, se decía inmune a todo. Eso era de lo poco que mi madre nos contaba de él. Nunca estuvo en cama mi padre. Las veces que estuvo en un hospital fueron por su propia voluntad, contando las que iba de visitas y las de revisiones anuales que confirmaban su teoría. Ésta era la primera vez. Claro, ya inconsciente lo subieron a la ambulancia, no tenía mucha opción. En el hospital estuvo un tiempo consciente y, como pocas veces en su vida, con gente alrededor. Quizás en su nacimiento o en mis primeros dos años de vida, hasta que nació mi hermana, tuvo gente que lo quisiera en su proximidad. Nosotros, con mi hermana, lo quisimos pero vivimos influenciados por mi madre que, después de aquel episodio del queso hace ya trece años, no volvió a ver a mi padre y se ocupó de hablar mal de él cada vez que pudo.
“Hijo, no es por el disparo que agonizo. La herida no me duele ni un poco, no la siento. El corazón me está funcionando distinto, no creo que ande mal de salud, debe estar triste porque estoy por morir. No sé porque muero, creía que no iba a haber una causa para mi muerte. Estaba seguro de que no habría una causa, me lo leyó en la borra del café. Pero ahora creo que es por aquella vida que maté. Por las dudas, no lo traten de averiguar”. Ese fue el único secreto que mi padre me contó al oído. Esas fueron sus últimas palabras. Nadie lo entendió ni en su último deseo. Los que a la ciencia adoran aseguraban que los resultados medicinales habían diagnosticado muerte. Los religiosos decían que Dios necesitaba ángeles en el cielo. Mi hermana me lloraba el hombro mientras que, hablando entrecortado, le echaba la culpa a nuestra madre por no haber venido a verlo ni siquiera en sus últimas horas en el hospital. A mi madre, claro, le parece que la causa fue aquel pedazo de queso.
Muy solo murió mi padre, sólo tenía un traje y dos corbatas. Sólo cuarenta años, solo. Todos dirán que por esta bala moriré. Yo tampoco creo que haya una causa, pero, si la hay, es por la muerte de mi padre o por aquel otro pedazo de queso, que es lo mismo. Recién ahora, y aunque siga influenciado por mi madre, aunque nunca me haya dejado probar queso alguno, me doy cuenta qué tan parecido que soy con mi padre. Por una muerte él murió, por su muerte yo muero.


Por Mano

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