“Decídase, señor escritor, y una vez, al menos, sea usted la flor que huele en vez de ser el cronista del aroma. Poca gracia tiene escribir lo que se vive. El desafío está en vivir lo que se escribe” Eduardo Galeano

sábado, 27 de junio de 2009

Esa mañana en el barrio

A mi vecina Teresa y,
con ella, a todos los que alguna
vez pasaron por Catalinas.

Un nuevo día en Catalinas y el verde, hoy también, predomina en el barrio. Los árboles, el pasto, las plantas, brillan más con el sol radiante de sábado por la mañana. Salen algunos, vuelven otros.
Yo volvía de una noche que por tan larga se hizo día y ella se estaba yendo. Nos quedamos hablando -de temas de ascensor- en el pasillo. Después de un tiempo de conversar y de escuchar quejas de vecinos, decidimos cerrar la puerta de ascensor y hablar más tranquilos. Nos paramos al lado del ventanal del pasillo y Teresa me empezó a decir los nombres de los árboles del jardín: tilos, ceibos, jacarandaes, palos borrachos. Siempre encontraba tema de qué hablar y ese día me encontró con ganas de escuchar. Me describía las características de cada árbol, que desde un quinto piso se distinguen bien. Se quedó con ganas de describirme alguno más, me agarró de la mano y me llevó lento pero con ganas hacia el otro extremo del pasillo. Me mostró varios más, que desde la otra ventana no podíamos ver. “¿Ves ese? Es el más alto del barrio, llega hasta el décimo”. Yo casi no hablo. Ella habla mucho, repite las cosas varias veces. Luego, se queda en silencio un tiempo, como hablando por los ojos, mirándome fijo, esperando algo qué no supe darle o contestarle. “Vamos a tomar unos mates a casa”, me dice.
Vive en el departamento tres. Abre la puerta, cuelga la boina y apoya el bastón. “Esperame acá, pibe”. La veo irse para adentro, poner la pava en el fuego. Me quedo mirando su oscuro departamento. Las persianas están semiabiertas y rotas, por eso algo se ve. Las paredes llenas de cuadros –no reconocía ninguno-, en el piso esculturas, un plástico blanco desplegado, manchado con distintos colores, y más cuadros apilados en un rincón. Hay una calavera. Un placar, una mesa y tres sillas haciendo juego. Dos floreros sin flores pero con agua sucia, uno sobre la mesa y el otro sobre el placar, entre la calavera y un jarrón de cerámica blanco. Al lado del perchero dos retratos muy viejos, en blanco y negro -“de la década del veinte”, pienso yo-, entre marcos dorados. Uno, con unas diez personas posando, y el otro, una mujer y un muchacho, ambos jóvenes y prolijos. Luego me contaría que esa era su familia –con tíos, primos y abuelos-, y la pareja del orto retrato sus padres. El papá fue un genovés llegado en 1906, instalado en La Boca. Trabajó desde entonces y hasta su muerte en una pulpería –a metros de Necochea y Suárez- que después de mucho esfuerzo compraría. En el barrio conoce a la que luego sería su mujer y madre de Teresa. Viven los tres en un conventillo de la calle Olavarría hasta que muere él y la mamá de Teresa decide vender la pulpería. Luego de varios años de “malaria, sufrimiento y mucho trabajo” se ven beneficiadas, su mamá y ella, por un “plan habitacional que brindó el gobierno” y se mudan, en 1964, a un departamento de los nuevos edificios construidos en La Boca. Al poco tiempo de nacido el barrio Alfredo Palacios muere la madre de Teresa. “Porque en realidad se llama ‘Alfredo Palacios’ el barrio, en honor al gran diputado Socialista, no ‘Bajada de las Catalinas’ o ‘Punta de Santa Catalina’, como se lo llamaba antes, ni ‘Catalinas Sur’, como todos lo conocen ahora”.
Escucho una música, se asoma Teresa: “che, ¿te gusta el tango?”. Antes de que le pueda llegar a contestar vuelve a desaparecer, ahora con la música de fondo que se oía muy mal, entrecortada. Me rio y ya me siento cómodo. Empiezo a dar vueltas por el comedor.
-¿Te gusta ese, pibe? No sabés el trabajo que me costó hacerlo. Son unos chiquilines hamacándose ahí, en la Plaza Malvinas.
-Si, claro. Muy lindo señora.
-Decime Teresa, che. Somos vecinos, nos conocemos hace rato. ¿Vos hace mucho que vivís acá?
-De toda la vida.
-Ah, no hace tanto. Yo también. Mirá, una vez le escuché decir a Cortázar que las ciudades son como las mujeres, te enamoras para toda la vida. Lo mismo pienso yo, pero de los barrios, claro, en masculino. Nací acá y nunca me pude ir. Me alejé involuntariamente algunas veces, pero siempre estuve acá, siempre se vuelve al primer amor.
-Si, la verdad que es un barrio maravilloso. ¿Usted es artista Teresa? ¿Los cuadros son suyos?
Teresa se da vuelta y se va para adentro de nuevo. Aparece con la pava en la mano. “¿No querés ir a tomar mate a la plaza? Está hermoso el día”. Tímidamente digo que si y empiezo a deshacerme de la idea de volver a casa a dormir un rato, antes de almorzar.
El sábado, en Catalinas, es un día especial. Los gritos de los chicos en esta mañana no son camino al colegio. Tampoco se mezclan con los ruidos de mochilas/carrito arrastrándose por las baldosas relativamente nuevas, de la última campaña electoral, y ya muchas rotas y salpicantes en días de lluvia. Hoy hay campeonato en la canchita. Dos o tres chicos, con remeras mitad verde mitad negra, todas iguales pero con distinto número en la espalda, se juntan y van corriendo de un edificio a otro buscando compañeros, “si no llegamos a siete no nos podemos presentar”. Las chicas, más organizadas, se encuentran directamente en la canchita para disputar el torneo de hándbol.
Con mucho abrigo en esta mañana de invierno, los señores y las señoras del barrio salen de sus casas a hacer las compras. Esta vez en dirección contraria, los locales de Necocha -menos la panadería y el kiosco de diarios- no son tan concurridos: hoy hay feria en la Plaza Malvinas. La esquina de Caboto y Arzobispo Espinosa es copada por los carritos. Pescado, verdura, fruta, carne, ropa, artículos de limpieza. Se mezclan las compras, los chismes, los juegos y el parque. Y la Plaza con mástil pero sin bandera, con chicos y viejos paseándola, con bancos y caminos, con verdes pastos y rojos baldosas, con anfiteatro y frigorífico, con paz y autopista, es el fiel reflejo del barrio.
Con el termo y el mate en un brazo y la mano de Teresa reposada en el otro, caminamos, interrumpidos por los saludos de algunos, hacia la Plaza Malvinas. Teresa camina muy lento y me lleva por el camino más largo -pienso en las distintas maneras que hay de concebir el tiempo-, el que jamás yo tomaría para ir desde casa a la plaza. Mientras caminamos no hablamos, yo sin nada que decir y ella con frio, con cansancio o con ganas de hacerme prestar atención al barrio que tanto ando pero que poco veo. Cuando me percato de que despacio anda por la última de estas razones y ella se da cuenta de eso porque yo empiezo a mirar para todos lados, frena, se para en el lugar apretándome el brazo y respira hondo, con los ojos cerrados y la sonrisa extendida. Yo me siento como mirando el barrio desde el cielo. Oigo que Teresa me susurra algo, “fijate que perfección arquitectónica, el barrio nació de un concurso nacional de arquitectura para la vivienda social, en el cual participaron los mejores estudios de arquitectura de la Argentina de los años sesenta”. Entre edificios y canteros hay laberintos caminos –todo el que viene por primera vez se pierde-, calles sin autos. No se transita por la derecha obligatoriamente, no hay semáforos ni lomas de burro. El barrio por dentro es, en su totalidad, una senda peatonal. Pero hay que preocuparse -“maravillarse”, me corrige Teresa- por otras cosas. Bicicletas que van y vienen. Partidos frente a la escuela, en el paredón, y al lado de la iglesia. Escondidas multitudinarias. Orientales con carritos de supermercado. Viejos a paso lento. Jóvenes apurados. Perros y dueños -y en el medio correas-. Los desechos de ambos. Sus aromas y otros a comidas de delíveris o de ventanas de planta baja o primeros pisos. Boys and girls scouts y otros y otras de civil. El sonido de campanas, bocinas de tren o barcos y de pájaros o perros.
El Casino flotante, a tanto y tan poco, que ancló frente al barrio para conocerlo y se quedó por enamorado, se asoma por sobre la autopista Buenos Aires-La Plata y nos ve sentarnos en uno de los bancos de la plaza. Teresa me empezó a hablar sobre los artistas que vivieron en el barrio, sobre las discusiones sobre si Catalinas es un barrio o es un microbarrio dentro de La Boca, sobre los comercios más conocidos de Catalinas y sus historias. Charly, el Super Tang -antes de que lo fuera-, el Comunitario, Montesino, La Perlita, Pizza Nonna, el frigorífico Pampa, etcétera. Es impresionante lo que sabe Teresa sobre el barrio. Pero de lo que más sabe, además de pintura, claro, es de arquitectura. Ya de grande, hace unos años, pudo hacer la carrera en la Universidad de Buenos Aires y, aunque nunca la ejerció como profesión, se interesa mucho en investigar sobre las particularidades arquitectónicas. Si me preguntaran a mí sobre qué sería lo más revelador en cuanto al diseño y la arquitectura del barrio, yo diría que las calles peatonales y los edificios de colores son lo más característico de Catalinas Sur. Y explicaría que hay edificios que están solos, los de once pisos y que, otros, los de diez, se agrupan de a cuatro, dejando entre ellos el espacio justo para jardines rodeados de caminitos. Que son todos de distintos colores, con bandas de colores entre piso y piso, tienen persianas de color madera o blancas. Están subdivididos, cada uno, en dos cuerpos, en el medio ventanales y escaleras suben y bajan acompañando a dos ascensores. Hay varias plazas, además de la Plaza Malvinas, pero ninguna como ésta. En toda una manzana hay edificios de la prefectura, son torres también, pero de distinto diseño. Por las calles, entre los edificios, hay “casitas”: menos de una decena de dúplex en horizontal, una al lado de la otra, con patio y jardín. Teresa se ríe. Se asegura de que yo haya terminado y, en silencio, sigue sonriendo mientras se muerde el labio inferior y mira para todos lados. Ella me explica que la Escuela Carlos Della Penna y la Iglesia Nuestra Señora Madre de los Emigrantes fueron separadas del plano inicial del barrio y se licitaron como obras aparte. Que el ganador de este concurso privado fue el arquitecto Juan Manuel Borthagaray, quien creó estos modernos edificios. Que ésta Plaza Malvinas pasó por las mesas de diseño más importantes de aquel momento, que sus taludes no sólo resguardan a los más chicos de las calles que la rodean sino que también filtran el sonido de los coches que por ellas transitan. Luego hace una pausa y se levanta. Hace frío, ya es tiempo de volver.
Así fue, volvimos a casa con el mismo apuro pausado con el que fuimos a la plaza. Llegamos hasta el quinto en el ascensor. Yo la despedí diciendo no sé qué cosa y ella me miró a los ojos sonriéndome –como siempre-, con una mano reposada en mi mejilla, “esperame acá un segundo”. Fue a su casa y volvió con un cuadro en la mano. Hoy tengo en la pared un cuadro firmado por su autora, la enorme Teresa Pinto. Mañana, domingo. Seguro hay pastas -del Tío Ravioli, por supuesto- al mediodía y función del Grupo de Teatro en el anfiteatro de la plaza a la noche, con choriceada, claro.

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